Tan real como su historia misma.

sábado, 24 de diciembre de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXVII

 Los detalles militares y políticos de la Guerra Civil, aquellos tres largos y terribles años de trincheras, ofensivas y matanza, de implicación internacional, avance lento y sistemático de las tropas franquistas y descomposición del gobierno legítimo por sus propias divisiones internas, están explicados en numerosos libros de historia españoles y extranjeros. Eso me ahorra meterme en dibujos. Manuel Azaña, por ejemplo, resumió bastante bien el paisaje en sus memorias, cuando escribió aquello de «Reducir aquellas masas a la disciplina, hacerlas entrar en una organización militar del Estado, con mandos dependientes del gobierno, para sostener la guerra conforme a los planes de un estado mayor, constituyó el problema capital de la República».

Pese a ese desparrame en el que cada fracción de la izquierda actuaba por su cuenta, y salvando parte de las dificultades a que se enfrentaba, la República logró poner en pie una estrategia defensiva -lo que no excluyó importantes ofensivas- que le permitió batirse el cobre y aguantar hasta la primavera de 1939. Pero, como dijo el mosquetero Porthos en la gruta de Locmaría, era demasiado peso. Había excesivas manos mojando en la salsa, y de nuevo Azaña nos proporciona el retrato al minuto del asunto, en términos que a ustedes resultarán familiares por actuales: «No había una Justicia sino que cada cual se creía capacitado a tomarse la justicia por su mano.

El gobierno no podía hacer absolutamente nada porque ni nuestras fronteras ni nuestros puertos estaban en sus manos; estaban en manos de particulares, de organismos locales, provinciales o comarcales; pero, desde luego, el gobierno no podía hacer sentir allí su autoridad». A eso hay que añadir que, a diferencia de la zona nacional, donde todo se hacía manu militari, a leñazo limpio y bajo un mando único -la cárcel y el paredón obraban milagros-, en la zona republicana las expropiaciones y colectivizaciones, realizadas en el mayor desorden imaginable, quebraron el espinazo de la economía, con unos resultados catastróficos de escasez y hambre que no se daban en el otro bando.

Y así, poco a poco, estrangulada tanto por mano del adversario militar como por mano propia, la República voceaba democracia y liberalismo mientras en las calles había enormes retratos de Lenin y Stalin; se predicaba la lucha común contra el fascismo mientras comunistas enviados por Moscú, troskistas y anarquistas se mataban entre ellos; se hablaba de fraternidad y solidaridad mientras la Generalitat catalana iba por su cuenta y el gobierno vasco por la suya; y mientras los brigadistas internacionales, idealistas heroicos, luchaban y morían en los frentes de combate, Madrid, Barcelona, Valencia, o sea, la retaguardia, eran una verbena internacional de intelectuales antifascistas, entre ellos numerosos payasos que venían a hacerse fotos, a beber vino, a escuchar flamenco y a escribir poemas y libros sobre una tragedia que ni entendían ni ayudaban a ganar.

Y la realidad era que la República se moría, o se suicidaba, mientras la implacable máquina militar del otro lado, con su sólido respaldo alemán e italiano, trituraba sin prisa y sin pausa lo que de ella iba quedando. A esas alturas, sólo los fanáticos (los menos), los imbéciles (algunos más), los oportunistas (abundantes), y sobre todo los que no se atrevían a decirlo en voz alta (la inmensa mayoría), dudaban de cómo iba a acabar aquello. Izquierdistas de buena fe, republicanos sinceros, gente que había defendido a la República e incluso combatido por ella, se apartaban decepcionados o tomaban el camino del exilio prematuro.

Entre estos se encontraba nuestro más lúcido cronista de aquel tiempo, el periodista Manuel Chaves Nogales, cuyo prólogo del libro A sangre y fuego (1937) debería ser hoy de estudio obligatorio en todos los colegios españoles: «Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieron España (…) En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando a mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas (…) El resultado final de esta lucha no me importa demasiado.

No me interesa gran cosa saber si el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras (…) Habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía haber sido más barato».

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte


XL Semanal

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXVI

Llegados a este punto del disparate hispano en aquella matanza que iba a durar tres años, conviene señalar una importante diferencia entre republicanos y nacionales que explica muchas cosas, resultado final incluido. Mientras en el bando franquista, disciplinado militarmente y sometido a un mando único, todos los esfuerzos se coordinaban para ganar la guerra, la zona republicana era una descojonación política y social, un disparate de insolidaridad y rivalidades donde cada cual iba a lo suyo, o lo intentaba. Al haberse pasado la mayor parte de los jefes y oficiales del ejército a las filas de los sublevados, la defensa de la República había quedado en manos de unos pocos militares leales y de una variopinta combinación, pésimamente estructurada, de milicias, partidos y sindicatos.

La contundente reacción armada popular, que había logrado parar los pies a los rebeldes en los núcleos urbanos más importantes como Madrid, Barcelona, Valencia y el País Vasco, había sido espontánea y descoordinada. Pero la guerra larga que estaba por delante requería acciones concertadas, mandos unificados, disciplina y fuerzas militares organizadas para combatir con éxito al enemigo profesional que tenían enfrente. Aquello, sin embargo, era una casa de locos. La autoridad real era inexistente, fragmentada en cientos de comités, consejos y organismos autónomos socialistas, anarquistas y comunistas que tenían ideas e intenciones diversas.

Cada cual se constituía en poder local e iba a lo suyo, y esas divisiones y odios, que llegaban hasta la liquidación física y sin complejos de adversarios políticos –mientras unos luchaban en el frente, otros se puteaban y asesinaban en la retaguardia–, iban a lastrar el esfuerzo republicano durante toda la guerra, llevándolo a su triste final. «Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede», escribiría Azaña en sus memorias. Lo que resume bien la cosa. Y a ese carajal de facciones, demagogia y desacuerdos, de políticos oportunistas, de fanáticos radicales y de analfabetos con pistola queriendo repartirse el pastel, vino a sumarse, como guinda, la intervención extranjera. 

Mientras la Alemania nazi y la Italia fascista apoyaban a los rebeldes con material de guerra, aviones y tropas, el comunismo internacional reclutó para España a los idealistas voluntarios de las Brigadas Internacionales (que iban a morir por millares, como carne de cañón); y, lo que fue mucho más importante, la Unión Soviética se encargó de suministrar a la República material bélico y asesores de élite, expertos políticos y militares cuya influencia en el desarrollo del conflicto sería enorme.

A esas alturas, con cada cual barriendo para casa, el asunto se planteaba entre dos opciones que pronto se convirtieron en irreconciliables tensiones: ganar la guerra para mantener la legalidad republicana, o aprovecharla para hacer una verdadera revolución social a lo bestia, que las izquierdas más extremas seguían considerando fundamental y pendiente. Los anarquistas, sobre todo, reacios a cualquier forma de autoridad seria, fueron una constante fuente de indisciplina y de problemas durante toda la guerra (discutían las órdenes, se negaban a cumplirlas y abandonaban el frente para irse a visitar a la familia), derivando incluso aquello en enfrentamientos armados.

Tampoco los socialistas extremos de Largo Caballero querían un ejército formal –«ejército de la contrarrevolución», lo motejaba aquel nefasto idiota–, sino sólo milicias populares, como si éstas fueran capaces de hacer frente a unas tropas franquistas eficaces, bien mandadas y profesionales. Y así, mientras unos se partían la cara en los frentes de batalla, otros se la partían entre ellos en la retaguardia, peleándose por el poder, minando el esfuerzo de guerra y sometiendo a la República a una sucesión de sobresaltos armados y políticos que iban a dar como resultado sucesivos gobiernos inestables –Giral, Largo Caballero, Negrín– y llevarían, inevitablemente, al desastre final.

 Por suerte para el bando republicano, la creciente influencia comunista, con su férrea disciplina y sus objetivos claros, era partidaria de ganar primero la guerra; lo que no impedía a los hombres de Moscú, tanto españoles como soviéticos, limpiar el paisaje de adversarios políticos a la menor ocasión, vía tiro en la nuca.

Pero eso, en fin, permitió resistir con cierto éxito la presión militar de los nacionales, al vertebrarse de modo coherente, poco a poco y basándose en la magnífica experiencia pionera del famoso Quinto Regimiento –también encuadrado por comunistas–, el ejército popular de la República.

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XL Semanal

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXV

Transformado el golpe militar en guerra civil, el bando nacional -a diferencia del republicano- comprendió, con mucha lucidez militar, la necesidad de un mando único para conducir de forma eficaz aquella matanza. También la Alemania nazi y la Italia fascista exigían un interlocutor concreto, un nombre, un rostro con quien negociar apoyo financiero, diplomático y militar. Y su favorito de toda la vida era el general Franco. Ante esa evidencia, la junta rebelde acabó cediendo a éste los poderes, que se vieron reforzados -aquel espadón gallego y bajito era un tipo con suerte- porque los generales Sanjurjo y Mola palmaron en sendos accidentes de aviación.

Y cuando las tropas nacionales fracasaron en su intento de tomar Madrid, y la cosa tomó derroteros de guerra larga, el flamante jefe supremo decidió actuar con minuciosa y criminal calma, sin prisas, afianzando de forma contundente las zonas conquistadas, sin importarle un carajo la pérdida de vidas humanas propias o ajenas. La victoria final podía esperar, pues mientras tanto había otras teclas importantes que ir tocando: asegurar su poder y afianzar la retaguardia. Así, mientras la parte bélica del que ya se llamaba Alzamiento Nacional discurría por cauces lentos pero seguros, el ahora Caudillo de la nueva España se puso a la tarea de concentrar poderes y convertirla en Una, Grande y Libre -eso decía él-, aunque entendidos los tres conceptos muy a su manera.

A su peculiar estilo. Apoyado, naturalmente, por todos los portadores de botijo, oportunistas y sinvergüenzas que en estos casos, sin distinción de bandos o ideologías, suelen acudir en socorro del vencedor preguntando qué hay de lo mío. A esas alturas, la hipócrita política de no intervención de las democracias occidentales, que habían decidido lavarse las manos en la pajarraca hispana, beneficiaba al bando nacional más que a la República. De modo que, conduciendo sin prisas una guerra metódica cuya duración lo beneficiaba, remojado por el clero entusiasta en agua bendita, obedecido por los militares, acogotando a los requetés y falangistas que pretendían ir por libre y sustituyéndolos por chupacirios acojonados y sumisos, reuniendo en su mano todos los poderes imaginables, el astuto, taimado e impasible general Franco (ya nadie tenía huevos de llamarlo Franquito, como cuando era comandante del Tercio en Marruecos) se elevó a sí mismo a la máxima magistratura como dictador del nuevo Estado nacional.

Con el jefe de la Falange, José Antonio, recién fusilado por los rojos -otro golpe de suerte-, los requetés carlistas bajo control y las tropas dirigidas por generales que le eran por completo leales -a los que no, los quitaba de en medio con mucha astucia-, Franco puso en marcha, paralela a la acción militar, una implacable política de fascio-militarización nacional basada en dos puntos clave: unidad de la patria amenazada por las hordas marxistas y defensa de la fé (entonces fé aún se escribía con acento) católica, apostólica y romana. Todas las reformas que con tanto esfuerzo y salivilla había logrado poner en marcha la República se fueron, por supuesto, al carajo. La represión fue durísima: palo y tentetieso. Hubo pena de muerte para cualquier clase de actividad huelguista u opositora, se ilegalizaron los partidos y se prohibió toda actividad sindical, dejando indefensos a obreros y campesinos. Las tierras ocupadas se devolvieron a los antiguos propietarios y las fábricas a manos de los patronos. En lo social y doméstico «se entregó de nuevo al clero católico -son palabras del historiador Enrique Moradiellos- el control de las costumbres civiles y de la vida educativa y cultural». Casi todos los maestros -unos 52.000- fueron vigilados, expedientados, expulsados, encarcelados o fusilados.

Volvieron a separarse niños y niñas en las escuelas, pues aquello se consideraba «un crimen ministerial contra las mujeres decentes», se suprimió el divorcio -imaginen el desparrame-, las festividades católicas se hicieron oficiales y la censura eclesiástica empezó a controlarlo todo.

Los niños alzaban el brazo en las escuelas; los futbolistas, toreros y el público, en estadios, plazas de toros y cines; y hasta los obispos lo hacían -ver esas fotos da vergüenza- al sacar al Caudillo bajo palio después de misa, mientras las cárceles se llenaban de presos, los piquetes de ejecución curraban a destajo y las mujeres, devueltas a su noble condición de compañeras sumisas, católicas esposas y madres, se veían privadas de todos los importantes progresos sociales y políticos que habían conseguido durante la República.

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XL  Semanal

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXIV

 Y ahora, ya de nuevo y por fin en esa gozosa guerra civil en la que tan a gusto nos sentimos los españoles, con nuestra larga historia de bandos, facciones, odios, envidias, rencores, etiquetas y nuestro constante «estás conmigo o contra mí», nuestro «al adversario no lo quiero vencido ni convencido, sino exterminado», nuestro «lo que yo te diga» y nuestro «se va a enterar ese hijo de puta», cuando disponemos de los medios y la impunidad adecuada, y sumando además la feroz incultura del año 36 y la mala simiente sembrada en unos y otros por una clase política ambiciosa, irresponsable y sin escrúpulos, vayan haciéndose ustedes idea de lo que fue la represión del adversario en ambos bandos, rebelde y republicano, nacional y rojo, cuando el pifostio se les fue a todos de las manos: unos golpistas que no consiguieron doblegar con rapidez la resistencia popular, como pretendían, y unos leales a la República que, sumidos en el caos de un Estado al que entre todos habían pasado años destruyendo hasta convertirlo en una piltrafa, se veían incapaces de aplastar el levantamiento, por muchas ganas y voluntad que le echaran al asunto.

Con la mayor parte del ejército en rebeldía, secundada por falangistas, carlistas y otras fuerzas de derecha, sólo las organizaciones políticas de izquierda, en unión de algunas tropas leales, guardias de asalto y unos pocos guardias civiles no sublevados, estaban preparadas para hacer frente al asunto. Así que se decidió armar al pueblo como recurso. Eso funcionó en algunos lugares y en otros no tanto; pero la confrontación del entusiasmo popular con la fría profesionalidad de los rebeldes obró el milagro de igualar las cosas. Obreros y campesinos con escopetas de caza y fusiles que no sabían usar mantuvieron media España para la República y murieron con verdadero heroísmo en la otra media. Así, poco a poco, entre durísimos combates, los frentes se fueron estabilizando.

Pero a esa guerra civil se había llegado a través de mucho odio, al que venía a sumarse, naturalmente, la muy puerca condición humana. Allí donde alguien vencía, como suele ocurrir, todos acudían en socorro del vencedor: unos por congraciarse con el más fuerte, otros para borrar viejas culpas, otros por ambición, supervivencia o ganas de venganza. Así que a la matanza de los frentes de batalla, por una parte, a la calculada y criminal política de represión sistemática puesta en pie por el bando rebelde para aterrorizar y aplastar al adversario, a la ejecución también implacable -y masiva, a menudo- por parte de los republicanos de los militares rebeldes y derechistas activos que en los primeros momentos cayeron en sus manos, o sea, a todo ese disparate de sangre inmediata y en caliente, vino a añadirse el horror frío y prolongado de la retaguardia. De ambas retaguardias.

De aquellos lugares donde no había gente que se pegaba tiros de trinchera a trinchera de tú a tú, que mataba y moría por sus ideas o simplemente porque la casualidad la había puesto en tal o cual bando (caso de la mayor parte de los combatientes de todas las guerras civiles que en el mundo han sido), sino gentuza emboscada, delincuentes, oportunistas, ladrones y asesinos que se paseaban con armas a cientos de kilómetros del frente, matando, torturando, violando y robando a mansalva, lo mismo con el mono de miliciano que con la boina de requeté o la camisa azul de Falange. Canallas oportunistas, todos ellos, a quienes los militares rebeldes encomendaron la parte más sucia de la represión y el régimen de terror que estaban resueltos a imponer; y a los que, en el otro lado, el gobierno republicano, rehén del pueblo al que no había tenido más remedio que armar, era incapaz de controlar mientras se dedicaban, en un sindiós de organizaciones, grupos y pandillas de matones y saqueadores, todos en nombre del pueblo y la República, a su propia revolución brutal, a sus ajustes de cuentas, a su caza de curas, burgueses y fascistas reales o imaginarios. Eso, cuando no eran las autoridades quienes lo alentaban.

Así que cuidado. No todos los que hoy recuerdan con orgullo a sus abuelos, heroicos luchadores de la España republicana o nacional, saben que muchos de esos abuelos no pasaron la guerra peleando con sus iguales, matando y muriendo por sus ideas o su mala suerte, sino sacando de sus casas de madrugada a infelices, cebando cunetas y tapias de cementerios con maestros de escuela, terratenientes, sacerdotes, militares jubilados, sindicalistas, votantes de derechas o de izquierdas, incluso simples propietarios de algo bueno para expropiar o robar.

Así que menos orgullo y menos lobos, Caperucita.

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XL Semanal

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXIII

 Del 17 al 18 de julio, la sublevación militar iniciada en Melilla se extendió al resto de plazas africanas y a la península con el apoyo civil de carlistas y falangistas. De 53 guarniciones militares, 44 dieron el cante. Entre quienes llevaban uniforme, algunos se echaron para adelante con entusiasmo, otros de mala gana y otros se negaron en redondo (en contra de lo que suele contarse, una parte del ejército y de la Guardia Civil permaneció fiel a la República). Pero el cuartelazo se llevó a cabo, como ordenaban las instrucciones del general Mola, sin paños calientes.

Allí donde triunfó el golpe, jefes, oficiales y soldados que no se sumaron a la rebelión, incluso indecisos, fueron apresados y fusilados en el acto –pasados por las armas era el delicioso eufemismo- o en los días siguientes. En las listas negras empezaron a tacharse nombres vía cárcel, cuneta o paredón. Militares desafectos o tibios, políticos, sindicalistas, gente señalada por sus ideas de izquierda, empezó a pasar por la máquina de picar carne. La represión de cuanto olía a República fue deliberada desde el primer momento, fría e implacable; se trataba de aterrorizar y paralizar al adversario. Que, por su parte, reaccionó con notable rapidez y eficacia, dentro del caos reinante. La pequeña parte del ejército que permaneció fiel a la República, militares profesionales apoyados por milicias obreras y campesinas armadas a toda prisa, mal organizadas pero resueltas a combatir con entusiasmo a los golpistas, resultó clave en aquellos días decisivos, pues se opuso con firmeza a la rebelión y la aplastó en media península.

En Barcelona, en Oviedo, en Madrid, en Valencia, en la mitad de Andalucía, la sublevación fracasó; y muchos rebeldes, que no esperaban tanta resistencia popular, quedaron aislados y en su mayor parte acabaron palmando -ahí se hacían pocos prisioneros-. Cuatro días después, lo que iba a ser un golpe de estado rápido y brutal, visto y no visto, se empezó a estancar. Las cosas no eran tan fáciles como en el papel. Sobre el 21 de julio, España ya estaba partida en dos. El gobierno republicano conservaba el control de las principales zonas industriales -los obreros, batiéndose duro, habían sido decisivos- y una buena parte de las zonas agrícolas, casi toda la costa cantábrica y casi todo el litoral mediterráneo, así como la mayor parte de la flota y las principales bases aéreas y aeródromos.

Pero en las zonas que los rebeldes controlaban, y a partir de ellas, éstos se movían con rapidez, dureza y eficacia. Gracias a la ayuda técnica, aviones y demás, que alemanes e italianos -cuya tecla habían pulsado los golpistas antes de tirarse a la piscina- prestaron desde el primer momento, los legionarios del Tercio y los moros de Regulares empezaron a llegar desde las guarniciones del norte de África, y las columnas rebeldes aseguraron posiciones y avanzaron hacia los centros de resistencia más próximos. Se enfrentaban así eficacia y competencia militar, de una parte, contra entusiasmo popular y ganas de pelear de la otra; hasta el punto de que, a fuerza de cojones y escopetazos, ambas fuerzas tan diferentes llegaron a equilibrarse en aquellos primeros momentos. Lo que dice mucho, si no de la preparación, sí de la firmeza combativa de las izquierdas y su parte correspondiente de pueblo armado.

Empezó así la primera de las tres fases en las que iba a desarrollarse aquella guerra civil que ya estaba a punto de nieve: la de consolidación y estabilización de las dos zonas, que se prolongaría hasta finales de año con el frustrado intento de los sublevados por tomar Madrid (la segunda fase, hasta diciembre de 1938, fue ya una guerra de frentes y trincheras; y la tercera, la descomposición republicana y las ofensivas finales de las tropas rebeldes). Los sublevados, que apelaban a los valores cristianos y patrióticos frente a la barbarie marxista, empezaron a llamarse a sí mismos tropas nacionales, y en la terminología general quedó este término para ellos, así como el de rojos para los republicanos.

Pero el problema principal era que esa división en dos zonas, roja y nacional, no correspondía exactamente con quienes estaban en ellas. Había gente de izquierdas en zona nacional y gente de derechas en zona roja. Incluso soldados de ambos bandos estaban donde les había tocado, no donde habrían querido estar. También gente ajena a unos y otros, a la que aquel sangriento disparate pillaba en medio. Y entonces, apelando al verdugo y al inquisidor que siglos de historia infame nos habían dejado en las venas, los que tenían las armas en una y otra zona se aplicaron, con criminal entusiasmo, a la tarea de clarificar el paisaje.


[Continuará].

Arturo Pérez Reverte
XL Semanal

miércoles, 12 de octubre de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXII

Y al fin, como se estaba viendo venir, llegó la tragedia y los votos se cambiaron por las armas. Un periódico de Cartagena sacó en primera página un titular que resumía bien el ambiente: «Cuánto cuento y cuánta mierda». Ése era el verdadero tono del asunto. En vísperas de las elecciones de principios de 1936, a las que las izquierdas, contra su costumbre, se presentaban por fin unidas en el llamado Frente Popular, el líder de la derecha, Gil Robles, había afirmado «Sociedad única y patria única. Al que quiera discutirlo hay que aplastarlo». Por su parte, Largo Caballero, líder del ala socialista radical, había sido aun más explícito e irresponsable: «Si ganan las derechas, tendremos que ir a una guerra civil declarada».

Casi diez millones de los trece y pico millones de votantes (el 72 por ciento, que se dice pronto) fueron a las urnas: 4,7 millones votaron izquierdas y 4,4 millones votaron derechas. Diferencia escasa, o sea, 300.000 cochinos votos. Poca cosa, aunque el número de escaños, por la ley electoral, fue más de doble para los frentepopulistas. Eso echó a la calle, entusiasmados, a sus partidarios. Habían ganado las izquierdas. Así que quienes decidieron ir a la guerra civil, con las mismas ganas, fueron los otros.

Mientras Manuel Azaña recibía el encargo de formar gobierno, reactivando todas las reformas sociales y políticas anuladas o aparcadas en los últimos tiempos, la derecha se echó al monte. Banqueros de postín como Juan March, que a esas alturas ya habían puesto la pasta a buen recaudo en el extranjero, empezaron a ofrecerse para financiar un golpe de Estado como Dios manda, y algunos destacados generales contactaron discretamente con los gobiernos de Alemania e Italia para sondear cómo verían el sartenazo a la República.

En toda España los militares leales y los descontentos se miraban unos a otros de reojo, y señalados jefes y oficiales empezaron a tomar café conspirando en voz cada vez más alta, sin apenas disimulo. Pero tampoco el gobierno se atrevía a poner del todo los pavos a la sombra, por no irritarlos más. Y por supuesto, desde el día siguiente de ganar las elecciones la unidad de la izquierda se había ido al carajo.

La demagogia alternaba con la irresponsabilidad y la chulería. Con casi 900.000 obreros y campesinos en paro y con hambre, la economía hecha trizas, el capital acojonado, la mediana y pequeña burguesía inquieta, los más previsores largándose -quienes podían- al verlas venir, la calle revuelta y el pistolerismo de ambos bandos ajustando cuentas en cada esquina, el ambiente se pudría con rapidez. Aquello apestaba a pólvora y a sangre.

 El político Calvo Sotelo, que estaba desplazando a Gil Robles al frente de la derecha, dijo en las Cortes eso de «Cuando las hordas rojas avanzan, sólo se les conoce un freno: la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes militares: obediencia, disciplina y jerarquía. Por eso invoco al Ejército». Cualquier pretexto casual o buscado era bueno. Faltaba la chispa detonadora, y ésta llegó el 12 de julio. Ese día, pistoleros falangistas -el jefe, José Antonio, estaba encarcelado por esas fechas, pero seguían actuando sus escuadras- le dieron matarile al teniente Castillo, un conocido socialista que era oficial de la guardia de Asalto. Para agradecer el detalle, algunos subordinados y compañeros del finado secuestraron y asesinaron a Calvo Sotelo, y Gil Robles se les escapó por los pelos. La foto de Calvo Sotelo hecho un cristo, fiambre sobre una mesa de la morgue, conmocionó a toda España. «Este atentado es la guerra», tituló El Socialista.

 Y vaya si lo era, aunque si no hubiera sido ése habría sido cualquier otro -cuando te toca, ni aunque te quites, como dicen en México-. Por aquellas fechas del verano, todo el pescado estaba vendido. Unas maniobras militares en Marruecos sirvieron para engrasar los mecanismos del golpe que, desde Pamplona y con apoyo de importantes elementos carlistas, coordinaba el general Emilio Mola Vidal, en comunicación con otros espadones entre los que se contaban el contumaz golpista general Sanjurjo y el respetado general Franco.

 En vísperas de la sublevación, prevista para el 17 de julio, Mola -un tipo inteligente, duro y frío como la madre que lo parió- había preparado listas de personalidades militares, políticas y sindicales a detener y fusilar. El plan era un golpe rápido que tumbase a la República e instaurase una dictadura militar. «La acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo», escribió a los conjurados. Nadie esperaba que esa acción puntual en extremo violenta fuera a convertirse en una feroz guerra de tres años.


 [Continuará].

Arturo Pérez Reverte
XLSemanal

domingo, 9 de octubre de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXXI


En contra de lo que muchos creen, al empezar 1936 la Falange eran cuatro gatos. Falangistas de verdad, de lo que luego se llamaron camisas viejas, había pocos. Más tarde, con la sublevación de la derecha, la guerra y sobre todo la postguerra, con la apropiación que el franquismo hizo del asunto, aquello creció como la espuma. Pero al principio, como digo, los falangistas apenas tenían peso político. Eran marginales. Su ideología era abiertamente fascista, partidaria de un estado totalitario que liquidase parlamentos y otras mariconadas. Pero a diferencia de los nazis, que eran una pandilla de gángsters liderados por un psicópata y secundados con entusiasmo por un pueblo al que le encantaba delatar al vecino y marcar el paso, y también a diferencia de los fascistas italianos, cuyo jefe era un payaso megalómano con plumas de pavo real a quien Curzio Malaparte -que por un tiempo fue de su cuerda- definió con plena exactitud como «un gran imbécil», la Falange había sido fundada por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador don Miguel.

Y aquí había sus matices, porque José Antonio era abogado, culto, viajado, hablaba inglés y francés, y además era guapo, el tío, con una planta estupenda, que ante las jóvenes de derechas, y ante las no tan jóvenes, le daba un aura melancólica de héroe romántico; y ante los chicos de la burguesía y clases altas, de donde salió la mayor parte de los falangistas de la primera hora, lo marcaba con un encanto amistoso de clase y un aire de viril camaradería que los empujaba a seguirlo con entusiasmo; y más en aquella España donde los políticos tradicionales se estaban revelando tan irresponsables, oportunistas e infames como los que tenemos en 2016, sólo que entonces había más hambre e incultura que ahora, y además la gente llevaba pistola.

Y aunque de todo había en derechas e izquierdas, o sea, clase alta, media y baja, podríamos apuntar, para aclararnos, que pese a sus esfuerzos la Falange nunca llegó a cuajar entre las clases populares, que la consideraban cosa de señoritos; y que en aquel 1936, que tanta cola iba a traer, lo mejor de la juventud española no es ya que estuviera dividida entre falangistas, carlistas, católicos y derechistas en general, de una parte, y socialistas, anarquistas y comunistas -éstos últimos también todavía minoritarios- de la otra, sino que tales jóvenes, fuertemente politizados, incluso compañeros de estudios o de pandilla de amigos, empezaban a matarse entre sí a tiro limpio, en la calle, con acciones, represalias y contrarrepresalias que aumentaban la presión en la olla.

Hasta los estudiantes se enfrentaban, unos como falangistas y otros como miembros de la Federación Universitaria Española (FUE), de carácter marxista. Sobre todo los falangistas, duros y activos, estaban decididos a destruir el sistema político vigente para imponer un estado fascista. Eran agresivos y valientes, pero también lo eran los del bando opuesto; de modo que se sucedían las provocaciones, los tiroteos, los entierros, los desafíos y ajustes de cuentas.

Había velatorios en las morgues donde se encontraban, junto a los féretros de sus muertos, jóvenes obreros socialistas y jóvenes falangistas. A veces se acercaban unos a otros a darse tabaco y mirarse de cerca, en trágicas treguas, antes de salir a la calle y matarse de nuevo. Derechas e izquierdas conspiraban sin rebozo, y sólo algunos pringados pronunciaban la palabra concordia. Los violentos y los asesinos seguían siendo minoritarios, pero hacían mucho ruido.

Y ese ruido era aprovechado por los golfos que convertían las Cortes en un patio infame de reyertas, chulerías y amenazas. El desorden callejero crecía imparable, y los sucesivos gobiernos perdían el control del orden público por demagogia, indecisión, cobardía o parcialidad política. La llamada gente de orden estaba harta, y las izquierdas sostenían que sólo una revolución podía derribar aquella «república burguesa» a la que consideraban «tan represiva como la monarquía» (titulares de prensa).

Unos se volvían hacia Alemania e Italia como solución y otros hacia la Unión Soviética, mientras los sensatos que miraban hacia las democracias de Gran Bretaña o Francia eran sofocados por el ruido y la furia.

La pregunta que a esas alturas se hacían todos era si el siguiente golpe de Estado, el puntillazo a la maltrecha República, lo iban a dar las derechas o las izquierdas. Aquello se había convertido en una carrera hacia el abismo.

Y cuando pita la locomotora de cualquier abismo, los españoles nunca perdemos la ocasión de subirnos al tren.

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XLSemanal

domingo, 25 de septiembre de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXX

La Segunda República, que con tantas esperanzas populares había empezado, se vio atrapada en una trampa mortal de la que no podía salvarla ni un milagro. Demasiada injusticia sin resolver, demasiadas prisas, demasiado desequilibrio territorial, demasiada radicalización ideológica, demasiado político pescando en río revuelto, demasiadas ganas de ajustar cuentas y demasiado hijo de puta con pistola. El triángulo de las Bermudas estaba a punto: reformismo democrático republicano -el más débil-, revolución social internacional y reacción fascio-autoritaria, con estas dos últimas armándose hasta los dientes y resueltas, sin disimulos y gritándolo, a cambiar los votos por las armas.

 Los titulares de periódicos de la época, los entrecomillados de los discursos políticos, ponen los pelos de punta. A esas alturas, una república realmente parlamentaria y democrática les importaba a casi todos un carajo. Hasta Gil Robles, líder de la derechista y católica CEDA, dijo aquello de «La democracia no es para nosotros un fin, sino un medio para ir a la conquista de un Estado nuevo»; discurso que era, prácticamente, calcado al de socialistas y anarquistas –«Concordia? ¡No! ¡Guerra de clases!», titulaba El Socialista-.

Sólo los comunistas, como de costumbre más fríos y profesionales -en ese tiempo todavía eran pocos-, se mostraban cautos para no alarmar a la peña, esperando disciplinados su ocasión, según les ordenaban desde Moscú. Y así, las voces sensatas y conciliadoras se iban acallando por impotencia o miedo bajo los gritos, los insultos, la chulería y las amenazas. Quienes hoy hablan de la Segunda República como de un edén social frustrado por el capricho de cuatro curas y generales no tienen ni puñetera idea de lo que pasó, ni han abierto un libro de Historia serio en su vida -como mucho leen los de Ángel Viñas o el payaso de Pío Moa-.

Aquello era un polvorín con la mecha encendida y se mascaba la tragedia. Si el primer intento golpista había venido de la derecha, con el golpe frustrado del general Sanjurjo, el segundo, más grave y sangriento, vino de la izquierda, y se llamó revolución de Asturias. En octubre de 1934, mientras en Cataluña el presidente Companys proclamaba un Estado catalán que fue disuelto con prudente habilidad por el general Batet (años más tarde fusilado por los franquistas, que no le perdonaron esa prudencia), el PSOE y la UGT decretaron una huelga general contra el gobierno de entonces -centro derecha republicano con flecos populistas-, que fue sofocada por la declaración del estado de guerra y la intervención del ejército, encomendada al duro y prestigioso general (prestigio militar ganado como comandante del Tercio en las guerras de Marruecos) Francisco Franco Bahamonde, gallego por más señas.

La cosa se resolvió con rapidez en todas partes menos en Asturias, donde las milicias de mineros socialistas apoyadas por grupos anarquistas y comunistas, sublevadas contra la legítima autoridad política republicana -quizá les suene a ustedes la frase- le echaron pelotas, barrieron a la Guardia Civil, ocuparon Gijón, Avilés y el centro de Oviedo, y en los ratos libres se cargaron a 34 sacerdotes y quemaron 58 iglesias, incluida la magnífica biblioteca del Seminario.

El gobierno de la República mandó allá arriba a 15.000 soldados y 3.000 guardias civiles, incluidas tropas de choque de la Legión, fogueadas en África, y fuerzas de Regulares con oficiales europeos y tropa mora. lo mejor de cada casa. Aquello fue un ensayo general con público, orquesta y vestuario, de la Guerra Civil que ya traía de camino Telepizza; un prólogo dramático en el que los revolucionarios resistieron como fieras y los gubernamentales atacaron sin piedad, llegándose a pelear a la bayoneta en Oviedo, que quedó hecha cisco.

Semana y media después, cuando acabó todo, habían muerto tres centenares de gubernamentales y más de un millar de revolucionarios, con una represión bestial que mandó a las cárceles a 30.000 detenidos. Aquello dio un pretexto estupendo al ala derechista republicana para perseguir a sus adversarios, incluido el encarcelamiento del ex presidente Manuel Azaña -popular intelectual de la izquierda culta-, que nada había tenido que ver con el cirio asturiano.

La parte práctica fue que, después de Asturias, las izquierdas se convencieron de la necesidad de aparcar odios cainitas y presentarse a nuevas elecciones como un frente unido. Costó doce meses de paciencia y salivilla, pero al fin hubo razonable unidad en torno al llamado Frente Popular. Y así despedimos 1935 y recibimos con bailes, matasuegras y serpentinas el nuevo año. Feliz 1936.


[Continuará].

Arturo Pérez Reverte
XLSemanal

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXIX

Entre los errores cometidos por la Segunda República, el más grave fue la confrontación con la Iglesia Católica. En vez de proceder a un desmantelamiento inteligente del inmenso poder que ésta seguía teniendo en España, apoyándose sobre todo en la educación escolar y la paciencia táctica, los gobiernos republicanos abordaron el asunto con prisas y torpes maneras, enajenándose los sentimientos religiosos de un sector importante de la sociedad española, desde los poderosos a los humildes: eliminación de procesiones de Semana Santa en varias ciudades y pueblos, cobrar impuestos a los entierros católicos y prohibición de tocar campanas para la misa, entre otras idioteces, encabronaron mucho a la peña practicante.

Y al descontento conspirativo de cardenales, arzobispos y obispos se unía el de buena parte de los mandos militares, cuyos callos pisaba la República un día sí y otro también, perfilándose de ese modo un peligroso eje púlpitos-cuarteles que tendría nefastas consecuencias. La primera se llamó general Sanjurjo: un espadón algo bestia apoyado por los residuos monárquicos, por la Iglesia y militares derechistas, que intentó una chapuza de golpe de Estado el verano de 1932, frustrado por la huelga general que emprendieron, con mucha resolución y firmeza, socialistas, anarquistas y comunistas.

Ese respaldo popular dio vitaminas al gobierno republicano, que se lanzó a iniciativas osadas y necesarias que incluían una reforma agraria -que puso a los caciques rurales hechos unas fieras- y un estatuto de autonomía para Cataluña. El problema fue que en el campo y las fábricas había mucha hambre, mucha necesidad, mucha incultura y muchas prisas, y la cosa se fue descontrolando, sobre todo donde los anarquistas entendieron que había llegado la hora de que el viejo orden se fuera por completo y con rapidez al carajo.

Para espanto de una parte de la derecha y satisfacción de la parte más extrema, que aguardaba su ocasión, se sucedieron las huelgas e insurrecciones con tiros y muertos -Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Pasajes, Alto Llobregat- alentadas por el ala más dura de la CNT, el sindicato anarquista que a su vez estaba enfrentado a la UGT, el sindicato socialista, en una cada vez más agria guerra civil interna entre la gente de izquierda, pues ambas formaciones se disputaban la hegemonía sobre la clase trabajadora.

La idea básica era que sólo la fuerza podía liquidar los privilegios de clase y emancipar a obreros y campesinos. De ese modo, el anarquismo se hacía cada vez más radical y violento, desconfiando de toda conciliación y abandonando la disciplina. En 1933, en plena huelga revolucionaria convocada por la CNT, en el pueblecito gaditano de Casas Viejas (donde cuatro de cada cinco trabajadores estaban en paro y en la más absoluta miseria), los desesperados lugareños le echaron huevos al asunto, cogieron las escopetas de caza y asaltaron el cuartel de la Guardia Civil.

La represión ordenada por el gobierno republicano fue inmediata y bestial, con la muerte de 24 personas -incluidos un anciano, dos mujeres y un niño- a las que se dio matarile a manos de la Guardia de Asalto y la Guardia Civil. Para esa época, las derechas ya se organizaban políticamente en la llamada Confederación Española de Derechas Autónomas, CEDA, liderada por José María Gil Robles, en torno a la que se fue estableciendo (católicos, monárquicos, carlistas, republicanos de derechas y otros elementos conservadores, o sea, la llamada gente de orden) un frente único antimarxista y antirrevolucionario con un respaldo de votos bastante amplio. Y como no hay dos sin tres, y en España sin cuatro, a complicar el paisaje vino a sumarse el asunto catalán.

Cuando, según los vaivenes políticos, el gobierno republicano pretendió imponer disciplina en el creciente desmadre nacional, diciendo vamos a ver, rediós, alguien tiene que mandar aquí y que se le obedezca, oigan, y un montón de líderes obreros fueron encarcelados por salirse de cauces, y la anterior simpatía hacia las aspiraciones autonómicas periféricas se enfrió en las Cortes, el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, decidió montárselo aparte y proclamó por su cuenta «el Estado catalán dentro de una república federal española» que sólo existía en sus intenciones.

De momento la desobediencia acabó controlada con muy poca sangre, pero eso llevaría a Companys al paredón tras la Guerra Civil, cuando cayó en manos franquistas. Aun así, es interesante recordar lo que en los años 70 dijo al respecto un viejo comunista: «Si hubiésemos ganado la guerra, a Companys también lo habríamos fusilado nosotros, por traidor a la República».


[Continuará].

Arturo Pérez Reverte
XLSemanal

domingo, 21 de agosto de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXVIII

Contra la Segunda República, o sea, contra la democracia al fin conseguida en España en 1931, conspiraron casi desde el principio tanto las derechas como las izquierdas. En una especie de trágico juego de las siete y media que íbamos a pagar muy caro, a unos molestaba por excesiva, y a otros por quedarse corta. Al principio se tomó la cosa en serio, y a la reorganización del Ejército y la limitación de poderes de la Iglesia católica se añadieron importantes avances sobre los salarios de las clases trabajadoras, la distribución más justa de la propiedad de la tierra, la educación pública y la protección laboral.

Nunca habíamos tenido en España un avance tan evidente en democracia real y conquistas sociales. Pero el lastre de siglos de atraso, la cerrazón de las viejas fuerzas oscuras y las tensiones irresolubles de la industrialización, el crecimiento urbano y la lucha de clases que sacudían a toda Europa iban a reventarnos la fiesta.

Después de los primeros momentos de euforia republicana y buen rollo solidario, crecieron la radicalización política, las prisas, los recelos y la intransigencia en todas partes. Presionado por la realidad y las ganas de rápido cambio social, el tinte moderado y conservador de los primeros tiempos se fue al carajo. La vía natural para consolidar aquella República habría sido, probablemente, el socialismo; pero, como de costumbre, la división interna de éste rompió las costuras: había un sector moderado, otro centrista y otro radical: el de Largo Caballero.

La izquierda más o menos razonable, la del presidente Manuel Azaña, tuvo que apoyarse en la gente de Largo Caballero, que a su vez se veía obligado a rivalizar en radicalismo con comunistas y anarquistas. Era como una carrera hacia el abismo en la que todos competían.

Subió el tono retórico en una prensa a menudo partidista e irresponsable. Se trazaban líneas infranqueables, no siempre correspondientes con la realidad, entre empresarios y trabajadores, entre opresores y oprimidos, entre burgueses ricos y parias de la tierra, y se hablaba menos de convencer al adversario que de exterminarlo. Todo el rencor y la vileza ancestrales, todo el oportunismo, todo el odio endémico que un pueblo medio analfabeto y carente de cultura democrática arrastraba desde hacía siglos, salió de nuevo a relucir como herramienta de una clase política con pocos escrúpulos.

 Por supuesto, nacionalistas vascos y catalanes, dispuestos a aprovechar toda ocasión, complicaron más el panorama. Y así, recordando el fantasma reciente de la Revolución Rusa, la burguesía, el capital, los propietarios y la gente acomodada empezaron a acojonarse en serio. La Iglesia católica y buena parte de los jefes y oficiales del Ejército estaban cada vez más molestos por las reformas radicales, pero también por los excesos populistas y los desórdenes públicos que los gobiernos republicanos no atajaban.

 Y tampoco las izquierdas más extremas facilitaban las cosas. Los comunistas, todavía pocos pero férreamente disciplinados y bajo el control directo de la Rusia Soviética, criticaban ya en 1932 al «gobierno burgués agrario de Azaña» y a los socialistas, «fusileros de vanguardia de la contrarrevolución». Por su parte, el Partido Socialista, por boca de Largo Caballero, afirmaba en 1933 estar dispuesto a que en España ondeara «no la bandera tricolor de una república burguesa, sino la bandera roja de la revolución».

La guinda al asunto la pusieron los anarquistas, que eran mayoritarios en Cataluña, Aragón y Levante. Éstos, cuyo sindicato CNT (1.527.000 afiliados en 1936) superaba a su rival socialista UGT (1.444.474), iban a contribuir mucho al fracaso de la República, tanto durante ésta como en la contienda civil que estaba a punto de caramelo; pues a diferencia de comunistas y socialistas -que, mal que bien, procuraban mantener una apariencia republicana y no asustar mucho-, el escepticismo libertario ante las vías políticas moderadas empujaba con facilidad a los anarcos al exceso revolucionario de carácter violento, expropiador, pistolero e incendiario.

Y así, entre unos y otros, derechas conspiradoras, izquierdas impacientes, irresponsabilidad política y pueblo desorientado y manipulado por todos, con el parlamento convertido en un disparate de demagogia y mala fe, empezaron a surgir los problemas serios: pronunciamiento del general Sanjurjo, matanza de Casas Viejas, revolución de Asturias y autoproclamación de un Estado catalán independiente de la República.

De todo lo cual hablaremos con detalle en el próximo capítulo de esta apasionante, lamentable y triste historia.


[Continuará].

Arturo Pérez Reverte
XLSemanal

lunes, 25 de julio de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXVII

Allí estábamos los españoles, o buena parte de ellos, muy contentos con aquella Segunda República parlamentaria y constitucional, dispuestos a redistribuir la propiedad de la tierra, acabar con la corrupción, aumentar el nivel de vida de las clases trabajadoras, reformar el Ejército, fortalecer la educación pública y separar la Iglesia del Estado. En eso andábamos, dispuestos a salir del calabozo oscuro donde siglos de reyes imbéciles, ministros infames y curas fanáticos nos habían tenido a pan y agua. Pero la cosa no era tan fácil en la práctica como en los titulares de los periódicos.

De la trágica lección de la Primera República, que se había ido al carajo en un sindiós de demagogia e irresponsabilidad, no habíamos aprendido nada, y eso iba a notarse pronto. En un país donde la pobreza y el analfabetismo eran endémicos, las prisas por cambiar en un par de años lo que habría necesitado el tiempo de una generación, resultaban mortales de necesidad. Crecidos los vencedores por el éxito electoral, todo el mundo pretendió cobrarse los viejos agravios en el plazo más corto posible, y eso suscitó agravios nuevos. «Quizá fuera la arrogancia que dan los votos», como apunta Juan Eslava Galán.

El caso es que, una vez conseguido el poder, la izquierda, una alianza de republicanos y socialistas, se impuso como primer objetivo triturar -es palabra del presidente Manuel Azaña- a la Iglesia y al Ejército, principales apoyos del viejo régimen conservador que se pretendía destruir. O sea, liquidar por la cara, de la noche a la mañana, dos instituciones añejas, poderosas y con más conchas que un galápago. Calculen la ingenuidad, o la chulería. Y en vez de ir pasito a pasito, los gobernantes republicanos se metieron en un peligroso jardín. Lo del Ejército, desde luego, clamaba al cielo.

Aquello era la descojonación de Espronceda. Había 632 generales para una fuerza de sólo 100.000 hombres, lo que suponía un general por cada 158 militares; y hasta Calvo Sotelo, que era un político de la derecha dura, decía que era una barbaridad. Pero las reformas castrenses empezaron a aplicarse con tanta torpeza, sin medir fuerzas ni posibles reacciones, que la mayor parte de los jefes y oficiales -que al fin y al cabo eran quienes tenían los cuarteles y las escopetas- se encabronaron bastante y se la juraron a la República, que de tal modo venía a tocarles las narices.

Aun así, el patinazo gordo lo dieron los gobiernos republicanos con la Santa Madre Iglesia. Despreciando el enorme poder social que en este país supersticioso y analfabeto, pese a haber votado a las izquierdas, aún tenían colegios privados, altares, púlpitos y confesonarios, los radicales se tiraron directamente a la yugular eclesiástica con lo que Salvador de Madariaga -poco sospechoso de ser de derechas- calificaría de «anticlericalismo estrecho y vengativo». Es decir, que los políticos en el poder no sólo declararon aconfesional la República, pretendieron disolver las órdenes religiosas, fomentaron el matrimonio civil y el divorcio y quisieron imponer la educación laica multiplicando las escuelas, lo que era bueno y deseable, sino que además dieron pajera libre a los descerebrados, a los bestias, a los criminales y a los incontrolados que al mes de proclamarse el asunto empezaron a quemar iglesias y conventos, y a montar desparrames callejeros que nadie reprimía («Ningún convento vale una gota de sangre obrera», era la respuesta gubernamental), dando comienzo a una peligrosa impunidad, a un problema de orden público que, ya desde el primer momento, truncó la fe en la República de muchos que la habían deseado y aplaudido.

Empezaron así a abrirse de nuevo, como una eterna maldición, nuestras viejas heridas; el abismo entre los dos bandos que siempre destrozaron la convivencia en España. Iglesia y Estado, católicos y anticlericales, amos y trabajadores, orden establecido y revolución. A consecuencia de esos antagonismos, como señala el historiador Julián Casanova, «la República encontró grandes dificultades para consolidarse y tuvo que enfrentarse a fuertes desafíos desde arriba y desde abajo». Porque mientras obispos y militares fruncían el ceño desde arriba, por abajo tampoco estaban dispuestos a facilitar las cosas. Después de tanto soportar injusticias y miseria, cargados de razones, de ganas y de rencor, anarquistas y socialistas tenían prisa, y también ideas propias sobre cómo acelerar el cambio de las cosas.

Y del mismo modo que derechas e izquierdas habían conspirado contra la primera República, haciéndola imposible, la España eterna, siempre a gusto bajo la sombra de Caín, se disponía a hacer lo mismo con la segunda.

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XLSemanal

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXVI

Alfonso XIII sólo sobrevivió, como rey, un año y tres meses a la caída del dictador Primo de Rivera, a quien había ligado su suerte, primero, y dejado luego tirado como una colilla. Abandonado por los monárquicos, despreciado por los militares, violentamente atacado por una izquierda a la que sobraban motivos para atacar, las elecciones de 1931 le dieron la puntilla al rey y a la monarquía.

Las había precedido una buena racha de desórdenes políticos y callejeros. De una parte, los movimientos de izquierdas, socialistas y anarquistas, apretaban fuerte, con banderas tricolores ondeando en sus mítines, convencidos de que esa vez sí se llevaban el gato al agua. Al otro lado del asunto, la derecha se partía en dos. una liberal, más democrática, de carácter republicano, y otra ultramontana, enrocada en la monarquía y la Iglesia católica como bastiones de la civilización cristiana, de contención ante la feroz galopada comunista, aquel fantasma que recorría Europa y estaba poniendo buena parte del mundo patas arriba.

El caso es que, en las elecciones municipales del 12 de abril, en 42 de 45 ciudades importantes arrasó la coalición republicano-socialista. Lo urbano se había pronunciado sin paños calientes por la República, o sea, porque Alfonso XIII se fuera a tomar viento. Los votos del ámbito rural, sin embargo, salieron favorables a las listas monárquicas; pero las izquierdas sostenían, no sin razón, que ese voto estaba en mano de los caciques locales y, por tanto, era manipulado.

El caso es que, antes de que acabara el recuento, la peña se adelantó echándose a la calle, sobre todo en Madrid, a celebrar la caída del rey. A esas alturas, el monarca no podía contar ya ni con el ejército. Estaba indefenso. Y, como ocurrió siempre (y sigue ocurriendo en esa clase de situaciones, que es lo bonito y lo ameno que tenemos aquí), los portadores de botijo palaciegos que hasta ayer habían sido fieles monárquicos descubrieron de pronto, al mirarse al espejo, que toda la vida habían sido republicanos hasta las cachas, oiga, por favor, demócratas de toda la vida, por quién me toma usted.

Y los cubos de basura y los tenderetes del Rastro madrileño se llenaron, de la noche a la mañana, de retratos de su majestad Alfonso XIII a caballo, a pie, en coche, de militar, de paisano, de jinete de polo, con clavel en la solapa y con entorchados de almirante de la mar océana. Y todas las señoras en las que había pernoctado su majestad, que a esas alturas eran unas cuantas, lo mismo aristócratas que bataclanas el hombre nos había salido muy aficionado al intercambio de microbios se apresuraron a retirar del aparador y esconder las fotos, dedicadas en plan A mi querida Fulanita o Menganita, tu rey, etcétera. Y, en fin.

El ciudadano Borbón hizo las maletas y se fue al destierro con una celeridad extraordinaria, en plan Correcaminos, por si la cosa no quedaba sólo en eso. «No quiero que se derrame una gota de sangre española», dijo al irse, acuñando frase para la Historia; lo que demuestra que, además de torpe e incompetente como rey, como profeta era un puñetero desastre. De cualquier modo, en aquel momento los españoles siempre ingenuos cuando decidimos no ser violentos, envidiosos o miserables consideraban el horizonte mucho más luminoso que negro. La gente llenaba las calles, entusiasmada, agitando la nueva bandera con su franja morada; y los políticos, tanto los republicanos de toda la vida como los que acababan de ver la luz y subirse al carro, se dispusieron a establecer un nuevo Estado español democrático, laico y social que respetase, además, las peculiaridades vasca y catalana. Ése era el futuro, nada menos.

Así que imaginen ustedes el ambiente. Todo pintaba bien, en principio, al menos en los titulares de los periódicos, en los cafés y en las conversaciones de tranvía. Con las primeras elecciones, moderados y católicos quedaron en minoría, y se impusieron los republicanos de izquierda y los socialistas.

Una España diferente, distinta a la que llevaba siglos arrastrándose ante el trono y el altar, cuando no exiliada, encarcelada o fusilada, era posible de nuevo (pongan aquí música de trompetas y de violines). La Historia, a menudo mezquina con nosotros, ofrecía otra rara oportunidad; una ocasión de oro que naturalmente, en espectacular alarde de nuestra eterna capacidad para el suicidio político y social, nos íbamos a cargar en sólo cinco años.

Con dos cojones. Y es que, como decía un personaje de no recuerdo qué novela igual hasta era mía España sería un país estupendo si no estuviera lleno de españoles.

[Continuará]

 Arturo Pérez-Reverte

XLSemanal

domingo, 10 de julio de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXV

A Alfonso XIII, con sus torpezas e indecisiones, sus idas y venidas con tuna y bandurria a la reja de los militares y otros notables borboneos, se le pueden aplicar los versos que el gran Zorrilla había puesto en boca de don Luis Mejías, referentes a Ana de Pantoja, cuando aquél reprocha a don Juan Tenorio: «Don Juan, yo la amaba, sí / mas con lo que habéis osado / imposible la hais dejado / para vos y para mí».

En lo de la medicina autoritaria vía Primo de Rivera le había salido el tiro por la culata, y su poca simpatía por el sistema de partidos se le seguía notando demasiado. Enrocada en la alta burguesía y la Iglesia católica como últimas trincheras, la España monárquica empezaba a ser inviable. Aquello no tenía marcha atrás, y además la imagen del rey no era precisamente la que los tiempos reclamaban, porque el lado frívolo del fulano hacía a menudo clamar al cielo: mucha foto en Biarritz y San Sebastián, mucho hipódromo, mucho automóvil, mucho aristócrata chupóptero cerca y mucho millonetis más cerca todavía, con algún viaje publicitario a las Hurdes, eso sí, para repartir unos duros y hacerse fotos con los parias de la tierra.

Todo eso (en un paisaje donde la pugna europea entre derechas e izquierdas, entre fuerzas conservadoras y fuerzas primero descontentas y ahora revolucionarias, tensaba las cuerdas hasta partirlas), era pasearse irresponsablemente por el borde del abismo.

Para más complicación, la guerra de África y la dura campaña del Rif habían creado un nuevo tipo de militar español, tan heroico en el campo de batalla como peligroso en la retaguardia, nacionalista a ultranza, proclive a la camaradería con sus iguales, duro, agresivo y con fuerte moral de combate, hecho a la violencia y a no dar cuartel al adversario. Un tipo de militar que, como consecuencia de los disparates políticos que habían dado lugar a las tragedias de Marruecos, despreciaba profundamente el sistema parlamentario y conspiraba en juntas, casinos militares y salas de banderas, y luego en la calle, contra lo que no le gustaba.

En su mayor parte, esos mílites eran nacionalistas y patriotas radicales, con la diferencia de que, sobre todo tras el fracaso de la dictadura de Primo de Rivera, unos se inclinaban por soluciones autoritarias conservadoras, y otros -éstos eran menos, aunque no pocos- por soluciones autoritarias desde la izquierda. Que ambas manos cuecen habas. En cualquier caso, unos y otros estaban convencidos de que la monarquía iba de cráneo y cuesta abajo; y así, el republicanismo (en contra de lo que piensan hoy muchos idiotas, siempre hubo republicanos de izquierdas y de derechas) se extendía por la rúa tanto como por los cuarteles.

Por otra parte, los desafíos vasco y catalán, este último cada vez más inclinado al separatismo insurreccional, emputecían mucho el paisaje; y el oportunismo de numerosos políticos centralistas y periféricos, ávidos de pescar en río revuelto, complicaba toda solución razonable. Tampoco la Iglesia católica, con la que se tropezaba a cada paso en materia de educación escolar, emancipación de la mujer y reformas sociales -incluso el cine, los bailes y la falda corta le parecían pecaminosos-, facilitaba las cosas.

Una monarquía constitucional y democrática se había vuelto imposible porque el rey mismo la había matado; y ahora, ido el dictador Primo de Rivera, Alfonso XIII recuperaba un cadáver político: el suyo. La prensa, el ateneo y la cátedra exigían un cambio serio y el fin del pasteleo.
Hervían las universidades que daba gusto, los jóvenes obreros y estudiantes se afiliaban a sindicatos y organizaciones políticas y alzaban la voz, y las fuerzas más a la izquierda apuntaban a la república no ya como meta final, sino como sólo un paso más hacia el socialismo. Los partidarios del trono eran cada vez menos, e intelectuales como Ortega y Gasset, Unamuno o Marañón empezaron a dirigir fuego directo contra Alfonso XIII. Nadie se fiaba del rey. Los últimos tiempos de la monarquía fueron agónicos; ya no se pedían reformas, sino echar al monarca a la puta calle.

Se organizó una conspiración militar republicana por todo lo alto, al viejo estilo del XIX; pero salió el cochino mal capado, porque antes de la fecha elegida para la sublevación, que incluía huelga general, dos tenientes exaltados, Galán y García Hernández, se adelantaron dando el cante en Jaca, por su cuenta. Fueron fusilados más pronto que deprisa -eso los convirtió en mártires populares- y el pronunciamiento se fue al carajo.

Pero el pescado estaba vendido. Cuando en enero de 1931 se convocaron elecciones, todos sabían que éstas iban a ser un plebiscito sobre monarquía o república. Y que venían tiempos interesantes.


 [Continuará].

Arturo Pérez Reverte
XLSemanal

martes, 14 de junio de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXIV

Miguel Primo de Rivera, el espadón dictador, fue un hombre de buenas intenciones, métodos equivocados y mala suerte. Sobre todo, no era un político. Su programa se basaba en la ausencia de programa, excepto mantener el orden público, la monarquía y la unidad de España, que se estaba yendo al carajo por las presiones de los nacionalismos, sobre todo el catalán. Pero el dictador no carecía de sentido común. Su idea básica era crear ciudadanos españoles con sentido patriótico, educados en colegios eficaces y crear para ellos un país moderno, a tono con los tiempos.

Y anduvo por ese camino, con razonable intención dentro de lo que cabe. Entre los tantos a su favor se cuentan la construcción y equipamiento de nuevas escuelas, el respeto a la huelga y los sindicatos libres, la jubilación pagada para cuatro millones de trabajadores, la jornada laboral de ocho horas -fuimos los primeros del mundo en adoptarla-, una sanidad nacional bastante potable, lazos estrechos con Hispanoamérica, las exposiciones internacionales de Barcelona y Sevilla, la concesión de monopolios como teléfonos y combustibles a empresas privadas (Telefónica, Campsa), y una inversión en obras públicas, sin precedentes en nuestra historia, que modernizó de forma espectacular reservas de agua, regadíos y redes de transporte. Pero no todo era Disneylandia. La otra cara de la moneda, la mala, residía en el fondo del asunto.

De una parte, la Iglesia Católica seguía mojando en todas las salsas, y muchas reformas sociales, incluidas las inevitables del paso del tiempo -cines, bailes, falda corta, mujeres que ya no se resignaban al papel sumiso de esposa y madre-, tropezaban con los púlpitos y el confesonario, desde donde seguía dirigiéndose la vida de buena parte de los españoles. La educación escolar, sobre todo, era un hueso que la mandíbula eclesiástica no soltaba. Y hasta la blasfemia -tradicional desahogo, a falta de otros, de tantos sufridos compatriotas durante siglos- era sancionada y perseguida por la policía.

Por otra parte, los tiempos políticos estaban revueltos en toda Europa, donde chocaban fuerzas conservadoras y nacionalistas contra izquierdas reformadoras o revolucionarias. El bolchevismo intentaba controlar desde Rusia el tinglado, el socialismo y el anarquismo peleaban por la revolución, y el fascismo, que acababa de aparecer en Italia, era todavía un experimento nuevo, cuyas siniestras consecuencias posteriores aún no eran previsibles, que gozaba de buena imagen en no pocos ambientes. Era tentador para algunos.

De todo eso España no podía quedar al margen ni harta de sopas; y la Barcelona industrial, sobre todo, siguió siendo escenario de lucha entre patronos y sindicatos, pistolerismo y violencia. Al presidente Dato, al sindicalista Salvador Seguí y al cardenal Soldevilla, entre otros, les dieron matarile en atentados que conmovieron a la opinión pública. Por otra parte, fiel a su táctica de apretar cada vez que el Estado español flojea, el nacionalismo catalán jugaba fuerte para conseguir una autonomía propia (la primera pitada al himno nacional tuvo lugar en 1925 en el campo del FC Barcelona, con el resultado inmediato -eran tiempos de menos paños calientes que ahora- del cierre temporal del estadio).

 El ambiente catalaúnico estaba espeso: violencia pistolera y chulería nacionalista dificultaban los acuerdos, y la posibilidad de una salida razonable, sensata, se truncó sin remedio. Por otro lado, uno de los problemas graves era que todo llegaba a la opinión pública a través de una prensa poco libre e incluso amordazada, pues la represión de Primo de Rivera se centró especialmente en intelectuales y periodistas, entre los que se daba el principal elemento crítico contra la dictadura. El régimen no tenía base social y el Parlamento era un paripé. Había multas, arrestos y destierros. Primo de Rivera odiaba a los intelectuales y éstos lo despreciaban a muerte. Las universidades, los banquetes de homenaje, los actos culturales, se convertían en protestas contra el dictador.

Blasco Ibáñez, Unamuno, Ortega y Gasset, entre muchos, tomaron partido contra él. Y Alfonso XIII, el rey frívolo y señorito que había alentado la solución autoritaria, empezó a distanciarse de su mílite favorito. Demasiado tarde. El vínculo era demasiado estrecho; ya no había marcha atrás ni forma de progresar por una vía liberal; así que para cuando el rey dejó caer a Primo de Rivera, la monarquía parlamentaria estaba fiambre total. Alfonso XIII tenía en contra a todas las voces autorizadas, que no hablaban ya de convencerlo de nada, sino de echarlo a la puta calle.

Delenda est monarchia, dijo Ortega y Gasset. Y a eso se dedicó el personal, pensando en una república. La verdad es que el rey lo había puesto fácil.

[Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XLSemanal

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXIII

Después del desastre de Annual, que vistió a España de luto, la guerra de reconquista de Marruecos por parte de España fue larga y sangrienta de narices. En ella se empleó por primera vez un cuerpo militar recién creado, la Legión, más conocida por el Tercio, que fue punta de lanza de la ofensiva. A diferencia de los pobres soldaditos sin instrucción y mal mandados, que los moros rifeños habían estado escabechando hasta entonces, el Tercio era una fuerza profesional, de élite, compuesta tanto por españoles -delincuentes, ex presidiarios, lo mejor de cada casa- como por voluntarios extranjeros. Gente para echarle de comer aparte, de la que se olvidaba el pasado si aceptaban matar y morir como quien se fuma un pitillo.

En resumen, una máquina de guerra moderna y temible. Así que imagínenla en acción -se pagaba a duro la cabeza de cada moro rebelde muerto-, pasando factura por las matanzas de Annual y Monte Arruit. Destacó entre los jefes de esa fuerza, por cierto, un comandante gallego, joven, bajito y con voz de flauta. Esa apariencia en realidad engañaba un huevo, porque el fulano era duro y cruel que te rilas, con muy mala leche, implacable con sus hombres y con el enemigo. También, las cosas como son -ahí están los periódicos de la época y los partes militares-, era frío y con fama de valiente en el campo de batalla, donde una vez hasta le pegaron los moros un tiro en la tripa, y poco a poco ganó prestigio militar en los sucesivos combates. Un prestigio que le iba a venir de perlas diez o quince años más tarde (como han adivinado ustedes, ese comandante del Tercio se llamaba Francisco Franco).

El caso es que entre él y otros, palmo a palmo, al final con ayuda de los franceses, reconquistaron el territorio perdido en Marruecos, guerra que acabó en 1927, algo después del desembarco de Alhucemas (primer desembarco aeronaval de la historia mundial, treinta y nueve años antes del que realizarían las tropas aliadas en Normandía). Una guerra, en fin, que costó a España casi 27.000 muertos y heridos, así como otros tantos a Marruecos, y sobre la que pueden ustedes leer a gusto, si les apetece pasar páginas, en las novelas Imán, de Ramón J. Sender, y La forja de un rebelde, de Arturo Barea.

El caso es que la tragedia moruna, con sus graves consecuencias sociales, fue uno de los factores que marcaron a los españoles y contribuyeron mucho a debilitar la monarquía, que para esas horas llevaba tiempo cometiendo graves errores políticos. Como la opinión pública pedía responsabilidades apuntando al propio Alfonso XIII, que había alentado personalmente la actuación del general Silvestre, muerto en el desastre de Annual, se creó una comisión para depurar la cosa.

Pero antes de que las conclusiones se debatieran en las Cortes -fue el famoso Expediente Picasso- el general Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado (septiembre de 1923) con el beneplácito del rey. Aquí conviene recordar que España se había mantenido neutral en la Primera Guerra Mundial, lo que permitió a las clases dirigentes forrarse de billetes el riñón haciendo negocios con los beligerantes; pero esos beneficios -minas asturianas, hierro vasco, textiles catalanes- seguían lejos del bolsillo de las clases desfavorecidas, que sólo estaban para dar sangre para la guerra de África y sudor para las fábricas y los terrones de unos campos secos y malditos de Dios.

Pero los tiempos de la resignación habían pasado: las izquierdas españolas se organizaban, aunque cada una por su cuenta, como siempre. Pero no sólo aquí: Europa bullía con hervor de cambio y vapores de tormenta, y España no quedaba al margen. Crecía la protesta obrera, los sindicatos se hacían más fuertes, el pistolerismo anarquista y empresarial se enfrentaban a tiro limpio, y el nacionalismo catalán y vasco (inspirado éste ideológicamente en los escritos de un desequilibrado mental llamado Sabino Arana, que eran auténticos disparates religioso-racistas), aprovechaban para hacerse los oprimidos en plan España no nos quiere, España nos roba, etcétera, como cada vez que veían flaquear el Estado, y reclamar así más fueros y privilegios.

 O, dicho en corto, más impunidad y más dinero. La dictadura de Primo de Rivera intentó controlar todo eso, empezando por la liquidación de la guerra de Marruecos. La mayor parte de los historiadores coinciden en describir al fulano como un militar algo bruto, paternalista y con buena voluntad. Pero el tinglado le venía grande, y una dictadura tampoco era el método. Ni él ni Alfonso XIII estaban a la altura del desparrame mundial que suponían aquellos años 20. 

Eso iba a comprobarse muy pronto, con resultados terribles.

 [Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XLSemanal

domingo, 8 de mayo de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - XLII

Ahora hay que hablar de Marruecos, que ya va siendo hora; porque si algo pesó en la política y la sociedad españolas de principios del siglo XX fue la cuestión marroquí. La guerra de África, como se la iba llamando. El Magreb era nuestra vecindad natural, y los conflictos eran viejos, con raíces en la Reconquista, la piratería berberisca, las expediciones militares españolas y las plazas de soberanía situadas en la zona. Ya en 1859 había habido una guerra seria con 4.000 muertos españoles, el general Prim y sus voluntarios catalanes y vascos, y las victorias de Castillejos, Tetuán y Wad Ras. Pero los moros, sobre todo los del Rif marroquí, que eran chulos y tenían de sobra lo que hay que tener, no se dejaban trajinar por las buenas, y en 1893 se lió otro pifostio en torno a Melilla que nos costó una pila de muertos, entre ellos el general Margallo, que cascó en combate -en aquel tiempo, los generales todavía cascaban en combate-.

Nueve años después, por el tratado de Fez, Francia y España se repartieron Marruecos por la cara. La cosa era que, como en Europa todo hijo de vecino andaba haciéndose un imperio colonial, España, empeñada en que la respetaran un poquito después del 98, no quería ser menos. Así que Marruecos era la única ocasión para quitarse la espina: por una parte se mantenía ocupados a los militares, que podían ponerse medallas y hacer olvidar las humillaciones y desprestigio de la pérdida de Cuba y Filipinas; por otra, participábamos junto a Inglaterra y Francia en el control del estrecho de Gibraltar; y en tercer lugar se reforzaban los negocios del rey Alfonso XIII y la oligarquía financiera con la explotación de las minas de hierro y plomo marroquí.

En cuanto a la morisma de allí, pues bueno. Arumi issén, o sea. El cristiano sabe más. No se les suponía mucha energía frente a un ejército español que, aunque anticuado y corrupto hasta los galones, seguía siendo máquina militar más o menos potente, a la europea, aunque ocupáramos ahí el humillante furgón de cola. Pero salió el gorrino mal capado, porque el Rif, con gente belicosa y flamenca, cultura y lengua propias, se pasaba por el forro los pactos del sultán de Marruecos con España. Vete a mamarla a Fez, decían. En moro. Y una sucesión de levantamientos de las cabilas locales convirtió la ocupación española en una pesadilla. Primero, en 1909, fue el desastre del Barranco del Lobo, donde la estupidez política y la incompetencia militar costaron dos centenares de soldaditos muertos y medio millar de heridos.

Y doce años más tarde vinieron el desastre de Annual y la llamada guerra del Rif, primero contra el cabecilla El Raisuni (al que Sean Connery encarnó muy peliculeramente en El viento y el león) y luego contra el duro de pelar Abd el Krim. Lo del Barranco del Lobo y Annual iba a resultar decisivo en la opinión pública, creando una gran desconfianza hacia los militares y un descontento nacional enorme, sobre todo entre las clases desfavorecidas que pagaban el pato. Mientras los hijos de los ricos, que antes soltaban pasta para que fuera un pobre en su lugar, pagaban ahora para quedarse en destinos seguros en la Península, al matadero iban los pobres. Y sucedía que el infeliz campesino que había dado un hijo para Cuba y otro para Marruecos, aún veía su humilde casa -cuando era suya- embargada por los terratenientes y los caciques del pueblo. Así que imaginen el ambiente. Sobre todo después de lo de Annual, que fue el colmo del disparate militar, la cobardía y la incompetencia. Sublevadas en 1921 las cabilas rifeñas, cayeron sobre los puestos españoles de Igueriben, primero, y Annual, después.

Allí se dio la imprudente orden de sálvese quien pueda, y 13.000 soldados aterrorizados, sin disciplina ni preparación, sin provisiones, agua ni ayuda de ninguna clase -excepto las heroicas cargas del regimiento de caballería Alcántara, que se sacrificó para proteger la retirada-, huyeron en columna hacia Melilla, siendo masacrados por sólo 3.000 rifeños que los persiguieron ensañándose con ellos. La matanza fue espantosa.

El general Silvestre, responsable del escabeche, se pegó un tiro en plena retirada, no sin antes poner a su hijo, oficial, a salvo en un automóvil. Así que lo dejó fácil: el rey que antes lo aplaudía, el gobierno y la opinión pública le echaron las culpas a él, y aquí no ha pasado nada. Dijeron. Pero sí había pasado, y mucho: miles de viudas y huérfanos reclamaban justicia. Además, esa guerra de África iba a ser larga y sangrienta, de tres años de duración, con consecuencias políticas y sociales que serían decisivas. Así que no se pierdan el próximo capítulo.

 [Continuará].

Arturo Pérez Reverte

XLSemanal

sábado, 23 de abril de 2016

UNA HISTORIA DE ESPAÑA - LXI


Y de esa triste manera, señoras y caballeros, después de perder Cuba, Filipinas, Puerto Rico y hasta la vergüenza, reducida a lo peninsular y a un par de trocitos de África, ninguneada por las grandes potencias que un par de siglos antes todavía le llevaban el botijo, España entró en un siglo XX que iba a ser tela marinera.

El hijo de la reina María Cristina dejó de ser Alfonsito para convertirse en Alfonso XIII. Pero tampoco ahí tuvimos suerte, porque no era hombre adecuado para los tiempos turbulentos que estaban por venir. Alfonso era un chico campechano -cosa de familia, desde su abuela Isabel hasta su nieto Juan Carlos- y un patriota que amaba sinceramente a España. El problema, o uno de ellos, era que tenía poca personalidad para lidiar en esta complicada plaza.

Como dice el escritor Juan Eslava Galán, «tenía gustos de señorito»: coches, caballos, lujo social refinado y mujeres guapas, con las que tuvo unos cuantos hijos ilegítimos. Pero en lo de gobernar con mesura y prudencia no anduvo tan vigoroso como en el catre. Lo coronaron en 1902, justo cuando ya se iba al carajo el sistema de turnos por el que habían estado gobernando liberales y conservadores. Iban a sucederse treinta y dos gobiernos en veinte años. Había nuevos partidos, nuevas ambiciones, nuevas esperanzas. Y menos resignación.

El mundo era más complejo, el campo arruinado y hambriento seguía en manos de terratenientes y caciques, y en las ciudades las masas proletarias apoyaban cada vez más a los partidos de izquierda. Resumiendo mucho la cosa: los republicanos crecían, y los problemas del Estado -lo mismo les suena a ustedes el detalle- alentaban el oportunismo político, cuando no secesionista, de nacionalistas catalanes y vascos, conscientes de que el negocio de ser español ya no daba los mismos beneficios que antes.

A nivel proletario, los anarquistas sobre todo, de los que España era fértil en duros y puros, tenían prisa, desesperación y unos cojones como los del caballo de Espartero. Uno, italiano, ya se había cepillado a Cánovas en 1897. Así que, para desayunarse, otro llamado Mateo Morral le regaló al joven rey, el día mismo de su boda, una bomba que hizo una matanza en mitad del cortejo, en la calle Mayor de Madrid. En las siguientes tres décadas, sus colegas dejarían una huella profunda en la vida española, entre otras cosas porque le dieron matarile a los políticos Dato y Canalejas (a este último mirando el escaparate de una librería, cosa que en un político actual sería casi imposible), y además de intentar que palmara el rey estuvieron a punto de conseguirlo con Maura y con el dictador Primo de Rivera. Después, descerebrados como eran esos chavales, contribuirían mucho a cargarse la Segunda República; pero no adelantemos acontecimientos.

De momento, a principios de siglo, lo que hacían los anarcas, o lo pretendían, era ponerlo todo patas arriba, seguros de que el sistema estaba podrido y de que el único remedio era dinamitarlo hasta los cimientos. Y bueno. Tuvieran o no razón, el caso es que protagonizaron muchas primeras páginas de periódicos, con asesinatos y bombas por aquí y por allá, incluida una que le soltaron en el Liceo de Barcelona a la flor y la nata de la burguesía millonetis local, que dejó el patio de butacas como el mostrador de una carnicería. Pero lo que los puso de verdad en el candelero internacional fue la Semana Trágica, también en Barcelona. En Marruecos -del que hablaremos otro día- se había liado un notorio pifostio; y como de costumbre, a la guerra iban los hijos de los pobres, mientras los otros se las arreglaban, pagando a infelices, para quedarse en casa.

Un embarque de tropas, con unas pías damas católicas que fueron al puerto a repartir escapularios y medallas de santos, terminó en estallido revolucionario que puso la ciudad en llamas, con quema de conventos incluida, combates callejeros y represión sangrienta. El Gobierno necesitaba que alguien se comiera el marrón, así que echó la culpa al líder anarquista Francisco Ferrer Guardia, que como se decía entonces fue pasado por las armas. Aquello suscitó un revuelo de protestas de la izquierda internacional.

Eso hizo caer al gobierno conservador y dio paso a uno liberal que hizo lo que pudo; pero aquello reventaba por todas las costuras, hasta el punto de que el jefe de ese gobierno liberal fue el mismo Canalejas al que un anarquista le pegaría un tiro cuando miraba libros. Lo encontraban blando.

Y así, poquito a poco y cada vez con paso más rápido, nos íbamos acercando a 1936. Pero aún quedaban muchas cosas por ocurrir y mucha sangre por derramar. Así que permanezcan ustedes atentos a la pantalla.

[Continuará].

Arturo Pérez-Reverte

XLSemanal