Los detalles militares y políticos de la Guerra Civil,
aquellos tres largos y terribles años de trincheras, ofensivas y matanza, de
implicación internacional, avance lento y sistemático de las tropas franquistas
y descomposición del gobierno legítimo por sus propias divisiones internas,
están explicados en numerosos libros de historia españoles y extranjeros. Eso
me ahorra meterme en dibujos. Manuel Azaña, por ejemplo, resumió bastante bien
el paisaje en sus memorias, cuando escribió aquello de «Reducir aquellas masas
a la disciplina, hacerlas entrar en una organización militar del Estado, con
mandos dependientes del gobierno, para sostener la guerra conforme a los planes
de un estado mayor, constituyó el problema capital de la República».
Pese a ese desparrame en el que cada fracción de la
izquierda actuaba por su cuenta, y salvando parte de las dificultades a que se
enfrentaba, la República logró poner en pie una estrategia defensiva -lo que no
excluyó importantes ofensivas- que le permitió batirse el cobre y aguantar
hasta la primavera de 1939. Pero, como dijo el mosquetero Porthos en la gruta
de Locmaría, era demasiado peso. Había excesivas manos mojando en la salsa, y
de nuevo Azaña nos proporciona el retrato al minuto del asunto, en términos que
a ustedes resultarán familiares por actuales: «No había una Justicia sino que
cada cual se creía capacitado a tomarse la justicia por su mano.
El gobierno no podía hacer absolutamente nada porque ni
nuestras fronteras ni nuestros puertos estaban en sus manos; estaban en manos
de particulares, de organismos locales, provinciales o comarcales; pero, desde
luego, el gobierno no podía hacer sentir allí su autoridad». A eso hay que
añadir que, a diferencia de la zona nacional, donde todo se hacía manu
militari, a leñazo limpio y bajo un mando único -la cárcel y el paredón obraban
milagros-, en la zona republicana las expropiaciones y colectivizaciones,
realizadas en el mayor desorden imaginable, quebraron el espinazo de la
economía, con unos resultados catastróficos de escasez y hambre que no se daban
en el otro bando.
Y así, poco a poco, estrangulada tanto por mano del
adversario militar como por mano propia, la República voceaba democracia y
liberalismo mientras en las calles había enormes retratos de Lenin y Stalin; se
predicaba la lucha común contra el fascismo mientras comunistas enviados por
Moscú, troskistas y anarquistas se mataban entre ellos; se hablaba de
fraternidad y solidaridad mientras la Generalitat catalana iba por su cuenta y
el gobierno vasco por la suya; y mientras los brigadistas internacionales,
idealistas heroicos, luchaban y morían en los frentes de combate, Madrid,
Barcelona, Valencia, o sea, la retaguardia, eran una verbena internacional de
intelectuales antifascistas, entre ellos numerosos payasos que venían a hacerse
fotos, a beber vino, a escuchar flamenco y a escribir poemas y libros sobre una
tragedia que ni entendían ni ayudaban a ganar.
Y la realidad era que
la República se moría, o se suicidaba, mientras la implacable máquina militar
del otro lado, con su sólido respaldo alemán e italiano, trituraba sin prisa y
sin pausa lo que de ella iba quedando. A esas alturas, sólo los fanáticos (los
menos), los imbéciles (algunos más), los oportunistas (abundantes), y sobre
todo los que no se atrevían a decirlo en voz alta (la inmensa mayoría), dudaban
de cómo iba a acabar aquello. Izquierdistas de buena fe, republicanos sinceros,
gente que había defendido a la República e incluso combatido por ella, se
apartaban decepcionados o tomaban el camino del exilio prematuro.
Entre estos se encontraba nuestro más lúcido cronista de
aquel tiempo, el periodista Manuel Chaves Nogales, cuyo prólogo del libro A
sangre y fuego (1937) debería ser hoy de estudio obligatorio en todos los
colegios españoles: «Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica
profusión e intensidad en los dos bandos que se partieron España (…) En mi
deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que
ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco,
asesinando a mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie
de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de
los analfabetos anarquistas o comunistas (…) El resultado final de esta lucha
no me importa demasiado.
No me interesa gran
cosa saber si el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las
trincheras (…) Habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía
haber sido más barato».
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
XL Semanal