Contra la Segunda República, o
sea, contra la democracia al fin conseguida en España en 1931, conspiraron casi
desde el principio tanto las derechas como las izquierdas. En una especie de trágico
juego de las siete y media que íbamos a pagar muy caro, a unos molestaba por
excesiva, y a otros por quedarse corta. Al principio se tomó la cosa en serio,
y a la reorganización del Ejército y la limitación de poderes de la Iglesia
católica se añadieron importantes avances sobre los salarios de las clases
trabajadoras, la distribución más justa de la propiedad de la tierra, la
educación pública y la protección laboral.
Nunca habíamos tenido en España
un avance tan evidente en democracia real y conquistas sociales. Pero el lastre
de siglos de atraso, la cerrazón de las viejas fuerzas oscuras y las tensiones
irresolubles de la industrialización, el crecimiento urbano y la lucha de
clases que sacudían a toda Europa iban a reventarnos la fiesta.
Después de los primeros momentos
de euforia republicana y buen rollo solidario, crecieron la radicalización
política, las prisas, los recelos y la intransigencia en todas partes.
Presionado por la realidad y las ganas de rápido cambio social, el tinte
moderado y conservador de los primeros tiempos se fue al carajo. La vía natural
para consolidar aquella República habría sido, probablemente, el socialismo;
pero, como de costumbre, la división interna de éste rompió las costuras: había
un sector moderado, otro centrista y otro radical: el de Largo Caballero.
La izquierda más o menos
razonable, la del presidente Manuel Azaña, tuvo que apoyarse en la gente de
Largo Caballero, que a su vez se veía obligado a rivalizar en radicalismo con
comunistas y anarquistas. Era como una carrera hacia el abismo en la que todos
competían.
Subió el tono retórico en una
prensa a menudo partidista e irresponsable. Se trazaban líneas infranqueables,
no siempre correspondientes con la realidad, entre empresarios y trabajadores,
entre opresores y oprimidos, entre burgueses ricos y parias de la tierra, y se
hablaba menos de convencer al adversario que de exterminarlo. Todo el rencor y
la vileza ancestrales, todo el oportunismo, todo el odio endémico que un pueblo
medio analfabeto y carente de cultura democrática arrastraba desde hacía
siglos, salió de nuevo a relucir como herramienta de una clase política con
pocos escrúpulos.
Por supuesto, nacionalistas vascos y
catalanes, dispuestos a aprovechar toda ocasión, complicaron más el panorama. Y
así, recordando el fantasma reciente de la Revolución Rusa, la burguesía, el
capital, los propietarios y la gente acomodada empezaron a acojonarse en serio.
La Iglesia católica y buena parte de los jefes y oficiales del Ejército estaban
cada vez más molestos por las reformas radicales, pero también por los excesos
populistas y los desórdenes públicos que los gobiernos republicanos no
atajaban.
Y tampoco las izquierdas más extremas
facilitaban las cosas. Los comunistas, todavía pocos pero férreamente
disciplinados y bajo el control directo de la Rusia Soviética, criticaban ya en
1932 al «gobierno burgués agrario de Azaña» y a los socialistas, «fusileros de
vanguardia de la contrarrevolución». Por su parte, el Partido Socialista, por
boca de Largo Caballero, afirmaba en 1933 estar dispuesto a que en España
ondeara «no la bandera tricolor de una república burguesa, sino la bandera roja
de la revolución».
La guinda al asunto la pusieron
los anarquistas, que eran mayoritarios en Cataluña, Aragón y Levante. Éstos,
cuyo sindicato CNT (1.527.000 afiliados en 1936) superaba a su rival socialista
UGT (1.444.474), iban a contribuir mucho al fracaso de la República, tanto
durante ésta como en la contienda civil que estaba a punto de caramelo; pues a
diferencia de comunistas y socialistas -que, mal que bien, procuraban mantener
una apariencia republicana y no asustar mucho-, el escepticismo libertario ante
las vías políticas moderadas empujaba con facilidad a los anarcos al exceso
revolucionario de carácter violento, expropiador, pistolero e incendiario.
Y así, entre unos y otros,
derechas conspiradoras, izquierdas impacientes, irresponsabilidad política y
pueblo desorientado y manipulado por todos, con el parlamento convertido en un
disparate de demagogia y mala fe, empezaron a surgir los problemas serios:
pronunciamiento del general Sanjurjo, matanza de Casas Viejas, revolución de
Asturias y autoproclamación de un Estado catalán independiente de la República.
De todo lo cual hablaremos con
detalle en el próximo capítulo de esta apasionante, lamentable y triste
historia.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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