Y al fin, como se
estaba viendo venir, llegó la tragedia y los votos se cambiaron por las armas.
Un periódico de Cartagena sacó en primera página un titular que resumía bien el
ambiente: «Cuánto cuento y cuánta mierda». Ése era el verdadero tono del
asunto. En vísperas de las elecciones de principios de 1936, a las que las
izquierdas, contra su costumbre, se presentaban por fin unidas en el llamado
Frente Popular, el líder de la derecha, Gil Robles, había afirmado «Sociedad
única y patria única. Al que quiera discutirlo hay que aplastarlo». Por su
parte, Largo Caballero, líder del ala socialista radical, había sido aun más
explícito e irresponsable: «Si ganan las derechas, tendremos que ir a una
guerra civil declarada».
Casi diez millones de los trece y pico millones de votantes
(el 72 por ciento, que se dice pronto) fueron a las urnas: 4,7 millones votaron
izquierdas y 4,4 millones votaron derechas. Diferencia escasa, o sea, 300.000
cochinos votos. Poca cosa, aunque el número de escaños, por la ley electoral,
fue más de doble para los frentepopulistas. Eso echó a la calle, entusiasmados,
a sus partidarios. Habían ganado las izquierdas. Así que quienes decidieron ir
a la guerra civil, con las mismas ganas, fueron los otros.
Mientras Manuel Azaña recibía el encargo de formar gobierno,
reactivando todas las reformas sociales y políticas anuladas o aparcadas en los
últimos tiempos, la derecha se echó al monte. Banqueros de postín como Juan
March, que a esas alturas ya habían puesto la pasta a buen recaudo en el
extranjero, empezaron a ofrecerse para financiar un golpe de Estado como Dios
manda, y algunos destacados generales contactaron discretamente con los
gobiernos de Alemania e Italia para sondear cómo verían el sartenazo a la
República.
En toda España los militares leales y los descontentos se
miraban unos a otros de reojo, y señalados jefes y oficiales empezaron a tomar
café conspirando en voz cada vez más alta, sin apenas disimulo. Pero tampoco el
gobierno se atrevía a poner del todo los pavos a la sombra, por no irritarlos
más. Y por supuesto, desde el día siguiente de ganar las elecciones la unidad
de la izquierda se había ido al carajo.
La demagogia alternaba con la irresponsabilidad y la
chulería. Con casi 900.000 obreros y campesinos en paro y con hambre, la
economía hecha trizas, el capital acojonado, la mediana y pequeña burguesía
inquieta, los más previsores largándose -quienes podían- al verlas venir, la
calle revuelta y el pistolerismo de ambos bandos ajustando cuentas en cada
esquina, el ambiente se pudría con rapidez. Aquello apestaba a pólvora y a
sangre.
El político Calvo
Sotelo, que estaba desplazando a Gil Robles al frente de la derecha, dijo en
las Cortes eso de «Cuando las hordas rojas avanzan, sólo se les conoce un
freno: la fuerza del Estado y la transfusión de las virtudes militares:
obediencia, disciplina y jerarquía. Por eso invoco al Ejército». Cualquier
pretexto casual o buscado era bueno. Faltaba la chispa detonadora, y ésta llegó
el 12 de julio. Ese día, pistoleros falangistas -el jefe, José Antonio, estaba
encarcelado por esas fechas, pero seguían actuando sus escuadras- le dieron
matarile al teniente Castillo, un conocido socialista que era oficial de la
guardia de Asalto. Para agradecer el detalle, algunos subordinados y compañeros
del finado secuestraron y asesinaron a Calvo Sotelo, y Gil Robles se les escapó
por los pelos. La foto de Calvo Sotelo hecho un cristo, fiambre sobre una mesa
de la morgue, conmocionó a toda España. «Este atentado es la guerra», tituló El
Socialista.
Y vaya si lo era,
aunque si no hubiera sido ése habría sido cualquier otro -cuando te toca, ni
aunque te quites, como dicen en México-. Por aquellas fechas del verano, todo
el pescado estaba vendido. Unas maniobras militares en Marruecos sirvieron para
engrasar los mecanismos del golpe que, desde Pamplona y con apoyo de
importantes elementos carlistas, coordinaba el general Emilio Mola Vidal, en
comunicación con otros espadones entre los que se contaban el contumaz golpista
general Sanjurjo y el respetado general Franco.
En vísperas de la
sublevación, prevista para el 17 de julio, Mola -un tipo inteligente, duro y
frío como la madre que lo parió- había preparado listas de personalidades
militares, políticas y sindicales a detener y fusilar. El plan era un golpe
rápido que tumbase a la República e instaurase una dictadura militar. «La
acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo»,
escribió a los conjurados. Nadie esperaba que esa acción puntual en extremo
violenta fuera a convertirse en una feroz guerra de tres años.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
XLSemanal