Con Alfonso XII, que nos duró
poco, pues murió en 1885 siendo todavía casi un chaval y sólo reinó diez años,
España entró en una etapa próspera, y hasta en lo político se consiguió (a
costa de los de siempre, eso sí) un equilibrio bastante razonable. Había
negocios, minería, ferrocarriles y una burguesía cada vez más definida según
los modelos europeos de la época. En términos generales, un español podía salir
de viaje al extranjero sin que se le cayera la cara de vergüenza. A todo
contribuían varios factores que sería aburrido detallar aquí -para eso están
los historiadores, y que se ganen ellos el jornal-, pero que conviene citar
aunque sea por encima. A Alfonso XII los pelotas lo llamaban el Pacificador,
pero la verdad es que el apodo era adecuado. El desparrame de Cuba se había
serenado mucho, la tercera guerra carlista puso las cosas crudas al
pretendiente don Carlos (que tuvo que decir hasta luego Lucas y cruzar la
frontera), y hasta el viejo y resabiado cabrón del general Cabrera, desde su
exilio en Londres, apoyó la nueva monarquía. Ya no habría carlistadas hasta
1936.
Por otra parte, el trono de
Alfonso XII estaba calentado con carbón asturiano, forjado con hierro vasco y
forrado en paño catalán, pues en la periferia estaban encantados con él; sobre
todo porque la siderurgia vascongada -aún no se decía euskaldún- iba como un
cohete, y la clase dirigente catalana, en buena parte forrada de pasta con los
esclavos y los negocios de una Cuba todavía española, tenía asegurado su tres
por ciento, o su noventa por ciento, o lo que trincara entonces, para un rato
largo. Por el lado político también iba la cosa como una seda para los que
cortaban el bacalao, con parlamentarios monárquicos felices con el rey y
parlamentarios republicanos que en su mayor parte, tras la disparatada
experiencia reciente, no creían un carajo en la república. Todos, en fin, eran
dinásticos.
Se promulgó en 1876 una
Constitución (que estaría en vigor más de medio siglo, hasta 1931) con la que
volvía a intentarse la España unitaria y patriótica al estilo moderno europeo,
y según la cual todo español estaba obligado a defender a la patria y
contribuir a los gastos del Estado, la provincia y el municipio. Al mismo
tiempo se proclamaba -al menos sobre el papel, porque la realidad fue otra- la
libertad de conciencia, de pensamiento y de enseñanza, así como la libertad de
imprenta. Y en este punto conviene resaltar un hecho decisivo: al frente de los
dos principales partidos, cuyo peso era enorme, se encontraban dos políticos de
extraordinarias talla e inteligencia, a los que Pedro Sánchez, Mariano Rajoy,
José Luis Zapatero y José María Aznar, por citar sólo a cuatro tiñalpas de
ahora mismo, no valdrían ni para llevarles el botijo. Cánovas y Sagasta, el
primero líder del partido conservador y el segundo del liberal o progresista,
eran dos artistas del alambre que se pusieron de acuerdo para repartirse el
poder de un modo pacífico y constructivo en lo posible, salvando sus intereses
y los de los fulanos a los que representaban.
Fue lo que se llamó período
(largo) de alternancia o gobiernos turnantes. Ninguno de los dos cuestionaba la
monarquía. Gobernaba uno durante una temporada colocando a su gente, luego
llegaba el otro y colocaba a la suya, y así sucesivamente. Todo pacífico y con
vaselina. Tú a Boston y yo a California. Eso beneficiaba a mucho sinvergüenza,
claro; pero también proporcionaba estabilidad y paz social, ayudaba a los
negocios y daba credibilidad al Estado. El problema fue que aquellos dos
inteligentes fulanos se dejaron la realidad fuera; o sea, se lo montaron ellos
solos, olvidando a los nuevos actores de la política que iban a protagonizar el
futuro.
Dicho de otro modo: al repartirse
el chiringuito, la España oficial volvió la espalda a la España real, que venía
pidiendo a gritos justicia, pan y trabajo. Por suerte para los gobernantes y la
monarquía, esa España real, republicana y con motivo cabreada, estaba todavía
en mantillas, tan desunida en plan cainita como solemos estarlo los españoles
desde los tiempos de Viriato. Pero con pan y vino se anda el camino.
A la larga, las izquierdas
emergentes, las reales, iban a contar con un aliado objetivo: la Iglesia
católica, que fiel a sí misma, cerrada a cuanto oliera a progreso, a educación
pública, a sufragio universal, a libertad de culto, a divorcio, a liberar a las
familias de la dictadura del púlpito y el confesonario, se oponía a toda
reforma como gato panza arriba. Eso iba a encabronar mucho el paisaje, atizando
un feroz anticlericalismo y acumulando cuentas que a lo largo del siguiente
medio siglo iban a saldarse de manera trágica.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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