Y así llegamos, señoras y señores, al año del desastre. A
1898, cuando la España que desde el año 1500 había tenido al mundo agarrado por
las pelotas, después de un siglo y pico creciendo y casi tres encogiendo como
ropa de mala calidad muy lavada, quedó reducida a casi lo que es ahora. Le
dieron -nos dieron- la puntilla las guerras de Cuba y Filipinas. En el
interior, con Alfonso XII niño y su madre reina regente, las nubes negras se
iban acumulado despacio, porque a los obreros y campesinos españoles, individualistas
como la madre que los parió, no les iba mucho la organización socialista -o
pronto, la comunista- y preferían hacerse anarquistas, con lo que cada cual se
lo montaba aparte.
Eso iba de dulce a los poderes establecidos, que seguían
toreando al personal por los dos pitones. Pero lo de Cuba y Filipinas acabaría
removiendo el paisaje. En Cuba, de nuevo insurrecta, donde miles de españoles
mantenían con la metrópoli lazos comerciales y familiares, la represión estaba
siendo bestial, muy bien resumida por el general Weyler, que era bajito y con
muy mala leche: «¿Que he fusilado a muchos prisioneros? Es verdad, pero no como
prisioneros de guerra sino como incendiarios y asesinos». Eso avivaba la
hoguera y tenía mal arreglo, en primer lugar porque los Estados Unidos, que ya
estaban en forma, querían zamparse el Caribe español. Y en segundo, porque las
voces sensatas que pedían un estatus razonable para Cuba se veían ahogadas por
la estupidez, la corrupción, la intransigencia, los intereses comerciales de la
alta burguesía -catalana en parte- con negocios cubanos, y por el patrioterismo
barato de una prensa vendida e irresponsable.
El resultado es conocido de sobra: una guerra cruel que no
se podía ganar (los hijos de los ricos podían librarse pagando para que un
desgraciado fuera por ellos), la intervención de Estados Unidos, y nuestra
escuadra, al mando del almirante Cervera, bloqueada en Santiago de Cuba. De
Madrid llegó la orden disparatada de salir y pelear a toda costa por el honor
de España -una España que aquel domingo se fue a los toros-; y los marinos
españoles, aun sabiendo que los iban a descuartizar, cumplieron las órdenes
como un siglo antes en Trafalgar, y fueron saliendo uno tras otro, pobres
infelices en barcos de madera, para ser aniquilados por los acorazados yanquis,
a los que no podían oponer fuerza suficiente -el Cristóbal Colón ni siquiera
tenía montada la artillería-, pero sí la bendición que envió por telégrafo el
arzobispo de Madrid-Alcalá: «Que Santiago, San Telmo y San Raimundo vayan
delante y os hagan invulnerables a las balas del enemigo».
A eso se unieron, claro, los políticos y la prensa. «Las
escuadras son para combatir», ladraba Romero Robledo en las Cortes, mientras a
los partidarios de negociar, como el ministro Moret, les montaban escraches en
la puerta de sus casas.
Pocas veces en la historia de España hubo tanto valor por
una parte y tanta infamia por la otra. Después de aquello, abandonada por las
grandes potencias porque no pintábamos un carajo, España cedió Cuba, Puerto
Rico -donde los puertorriqueños habían combatido junto a los españoles- y las
Filipinas, y al año siguiente se vio obligada a vender a Alemania los
archipiélagos de Carolina y Palaos, en el Pacífico. En Filipinas, por cierto
(«Una colonia gobernada por frailes y militares», la describe el historiador
Ramón Villares), había pasado más o menos lo de Cuba: una insurrección
combatida con violencia y crueldad, la intervención norteamericana, la escuadra
del Pacífico destruida por los americanos en la bahía de Cavite, y unos
combates terrestres donde, como en la manigua cubana, los pobres soldaditos
españoles, sin medios militares, enfermos, mal alimentados y a miles de
kilómetros de su patria, lucharon con el valor habitual de los buenos y fieles
soldados hasta que ya no pudieron más -mi abuelo me contaba el espectáculo de
los barcos que traían de Ultramar a aquellos espectros escuálidos, heridos y
enfermos-. Y algunos, incluso, pelearon más allá de lo humano. Porque en Baler,
un pueblecito filipino aislado al que no llegó noticia de la paz, un grupo de
ellos, los últimos de Filipinas, aislados y sin noticias, siguieron luchando un
año más, creyendo que la guerra continuaba, y costó mucho convencerlos de que
todo había acabado.
Y como españolísimo colofón de esta historia, diremos que a
uno de aquellos héroes, el último o penúltimo que quedaba vivo, un grupo de
milicianos o falangistas, da igual quiénes, lo sacaron de su casa en 1936 y lo
fusilaron mientras el pobre anciano les mostraba sus viejas e inútiles medallas.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal
Maestro: Su último párrafo, -pienso que deteriora tan excelente y sabroso relato patriótico literario.
ResponderEliminar¿Deteriora? ?Por qué?
ResponderEliminarSimplemente se ajusta a la realidad.
Un saludo