Después del desastre de Annual, que vistió a España de luto,
la guerra de reconquista de Marruecos por parte de España fue larga y
sangrienta de narices. En ella se empleó por primera vez un cuerpo militar
recién creado, la Legión, más conocida por el Tercio, que fue punta de lanza de
la ofensiva. A diferencia de los pobres soldaditos sin instrucción y mal
mandados, que los moros rifeños habían estado escabechando hasta entonces, el
Tercio era una fuerza profesional, de élite, compuesta tanto por españoles
-delincuentes, ex presidiarios, lo mejor de cada casa- como por voluntarios
extranjeros. Gente para echarle de comer aparte, de la que se olvidaba el
pasado si aceptaban matar y morir como quien se fuma un pitillo.
En resumen, una máquina de guerra moderna y temible. Así que
imagínenla en acción -se pagaba a duro la cabeza de cada moro rebelde muerto-,
pasando factura por las matanzas de Annual y Monte Arruit. Destacó entre los
jefes de esa fuerza, por cierto, un comandante gallego, joven, bajito y con voz
de flauta. Esa apariencia en realidad engañaba un huevo, porque el fulano era
duro y cruel que te rilas, con muy mala leche, implacable con sus hombres y con
el enemigo. También, las cosas como son -ahí están los periódicos de la época y
los partes militares-, era frío y con fama de valiente en el campo de batalla,
donde una vez hasta le pegaron los moros un tiro en la tripa, y poco a poco
ganó prestigio militar en los sucesivos combates. Un prestigio que le iba a
venir de perlas diez o quince años más tarde (como han adivinado ustedes, ese
comandante del Tercio se llamaba Francisco Franco).
El caso es que entre él y otros, palmo a palmo, al final con
ayuda de los franceses, reconquistaron el territorio perdido en Marruecos,
guerra que acabó en 1927, algo después del desembarco de Alhucemas (primer
desembarco aeronaval de la historia mundial, treinta y nueve años antes del que
realizarían las tropas aliadas en Normandía). Una guerra, en fin, que costó a
España casi 27.000 muertos y heridos, así como otros tantos a Marruecos, y
sobre la que pueden ustedes leer a gusto, si les apetece pasar páginas, en las
novelas Imán, de Ramón J. Sender, y La forja de un rebelde, de Arturo Barea.
El caso es que la tragedia moruna, con sus graves
consecuencias sociales, fue uno de los factores que marcaron a los españoles y
contribuyeron mucho a debilitar la monarquía, que para esas horas llevaba
tiempo cometiendo graves errores políticos. Como la opinión pública pedía
responsabilidades apuntando al propio Alfonso XIII, que había alentado
personalmente la actuación del general Silvestre, muerto en el desastre de
Annual, se creó una comisión para depurar la cosa.
Pero antes de que las conclusiones se debatieran en las
Cortes -fue el famoso Expediente Picasso- el general Miguel Primo de Rivera dio
un golpe de Estado (septiembre de 1923) con el beneplácito del rey. Aquí
conviene recordar que España se había mantenido neutral en la Primera Guerra
Mundial, lo que permitió a las clases dirigentes forrarse de billetes el riñón
haciendo negocios con los beligerantes; pero esos beneficios -minas asturianas,
hierro vasco, textiles catalanes- seguían lejos del bolsillo de las clases
desfavorecidas, que sólo estaban para dar sangre para la guerra de África y
sudor para las fábricas y los terrones de unos campos secos y malditos de Dios.
Pero los tiempos de la resignación habían pasado: las izquierdas
españolas se organizaban, aunque cada una por su cuenta, como siempre. Pero no
sólo aquí: Europa bullía con hervor de cambio y vapores de tormenta, y España
no quedaba al margen. Crecía la protesta obrera, los sindicatos se hacían más
fuertes, el pistolerismo anarquista y empresarial se enfrentaban a tiro limpio,
y el nacionalismo catalán y vasco (inspirado éste ideológicamente en los
escritos de un desequilibrado mental llamado Sabino Arana, que eran auténticos
disparates religioso-racistas), aprovechaban para hacerse los oprimidos en plan
España no nos quiere, España nos roba, etcétera, como cada vez que veían
flaquear el Estado, y reclamar así más fueros y privilegios.
O, dicho en corto,
más impunidad y más dinero. La dictadura de Primo de Rivera intentó controlar
todo eso, empezando por la liquidación de la guerra de Marruecos. La mayor
parte de los historiadores coinciden en describir al fulano como un militar
algo bruto, paternalista y con buena voluntad. Pero el tinglado le venía
grande, y una dictadura tampoco era el método. Ni él ni Alfonso XIII estaban a
la altura del desparrame mundial que suponían aquellos años 20.
Eso iba a
comprobarse muy pronto, con resultados terribles.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
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