Fue, paradójicamente, un golpe de estado, o el intento de darlo, lo que
acabó por consolidar y hacer adulta la recién recobrada democracia española. El
23 de febrero de 1981, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero,
respaldado por el capitán general de Valencia, general Milans del Bosch, y una
trama de militares y civiles nostálgicos del franquismo, asaltó el parlamento y
mantuvo secuestrados a los diputados durante una tensa jornada, reviviendo la
vieja y siniestra tradición española de pronunciamiento, cuartelazo y
tentetieso, tan cara a los espadones decimonónicos (nunca la lectura de El
ruedo ibérico de Valle-Inclán y los Episodios Nacionales de Galdós fue tan
recomendable como en los tiempos que corren, para entender aquello y entendernos
hoy).
Entraron Tejero y sus guardias en las Cortes, gritó aquel animal
«¡Todos al suelo!», y toda España contuvo el aliento, viéndose otra vez en las
zozobras de siempre. Con todos los diputados en el suelo, en efecto, acojonados
y agazapados como conejos –no siempre Iberia parió leones– excepto el dirigente
comunista Santiago Carrillo (lo iban a fusilar seguro, y se fumó un pitillo sin
molestarse en agachar la cabeza), el presidente Adolfo Suárez y el teniente
general Gutiérrez Mellado, que le echaron unos huevos enormes enfrentándose a
los golpistas (Tejero cometió la vileza de querer zancadillear al viejo
general, sin conseguirlo), todo estuvo en el alero hasta que el rey Juan
Carlos, sus asesores y los altos mandos del Ejército detuvieron el golpe, manteniendo
la disciplina militar.
Pero no fueron ellos solos, porque millones de españoles se movilizaron
en toda España, y los periódicos, primero El País, luego Diario 16 y al fin el
resto, hicieron ediciones especiales llamando a la gente a defender la democracia.
Ahí fue donde la peña estuvo magnífica (o estuvimos, porque los de mi quinta ya
estábamos), a la altura de la España que deseaba tener. Y se curró su libertad.
Eso quedó claro cuando, dimitido Suárez –sus compadres políticos no le
perdonaron el éxito, ni que fuera chulo, ni que fuera guapo, y algunos ni
siquiera le perdonaban la democracia– y gobernando Leopoldo Calvo-Sotelo, en
España se instaló la plena normalidad democrática, aprobándose los estatutos de
autonomía y entrando nuestras fuerzas armadas en la OTAN, decisión que tuvo una
doble ventaja: nos alineaba con las democracias occidentales y obligaba a los
militares españoles a modernizarse, conocer mundo y olvidar la caspa golpista y
cuartelera.
En cuanto a las comunidades, la Constitución de 1978, consensuada por
todas –subrayo el todas– las fuerzas políticas y redactada por notables
personalidades de todos los registros, había definido la España del futuro con
nacionalidades y regiones autónomas, a punto de caramelo para 17 autonomías de las
más avanzadas de Europa, en lo que uno de nuestros más ilustres historiadores
vivos –quizá el que más–, Juan Pablo Fusi, define como «un estado social y
democrático de derecho, una democracia plena y avanzada».
Antes de salir de escena, y a fin de desactivar una vieja fuente de
conflicto que siempre amenazó la estabilidad de España, Adolfo Suárez había
logrado unos acuerdos especiales para Cataluña restableciendo la Generalidad,
abolida tras la Guerra Civil, haciendo regresar triunfal del exilio a su presidente,
Josep Tarradellas. Pero en el País Vasco las cosas no fueron tan fáciles,
debido por una parte a la violencia descerebrada y criminal de ETA, y por otra
al extremismo sabiniano de un individuo en mi opinión nefasto llamado Xabier
Arzalluz, que llevó al PNV a posiciones de turbio oportunismo político
(recordemos su cínico «unos mueven el árbol y otros recogemos las nueces»
mientras ETA mataba a derecha e izquierda).
Aun así, pese a que el terrorismo vasco iba a ser una llaga constante
en el costado de la joven democracia española, ésta resistió con valor y
entereza sus infames zarpazos. Y en las elecciones de octubre de 1982 se logró
lo que desde 1939 parecía imposible: el partido socialista ganó las elecciones,
y lo hizo con 10 millones de votos –Alianza Popular tuvo 5,4–. El PSOE, con
Felipe González y Alfonso Guerra a la cabeza, gobernó España. Y durante su
largo mandato, pese a todos los errores y problemas, que los hubo, con la
traumática reconversión industrial, terrorismo y crisis diversas, los españoles
encontramos, de nuevo, nuestra dignidad y nuestro papel en el mundo.
En 1985 entrábamos en la Comunidad Europea, y el progreso y la
modernidad llegaron para quedarse. Alfonso Guerra lo había clavado: «A España
no la va a reconocer ni la madre que la parió».
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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