La Primera República española, y en eso están de acuerdo
tanto los historiadores de derechas como los de izquierdas, fue una casa de
putas con balcones a la calle. Duró once meses, durante los que se sucedieron
cuatro presidentes de gobierno distintos, con los conservadores conspirando y
los republicanos tirándose los trastos a la cabeza. En el extranjero nos
tomaban tan a cachondeo que sólo reconocieron a la flamante república los
Estados Unidos -que todavía casi no eran nadie- y Suiza, mientras aquí se complicaban
la nueva guerra carlista y la de Cuba, y se redactaba una Constitución -que
nunca entró en vigor- en la que se proclamaba una España federal de «diecisiete
estados y cinco territorios»; pero que en realidad eran más, porque una
treintena de provincias y ciudades se proclamaron independientes unas de otras,
llegaron a enfrentarse entre sí y hasta a hacer su propia política
internacional, como Granada, que abrió hostilidades contra Jaén, o Cartagena,
que declaró la guerra a Madrid y a Prusia, con dos cojones.
Aquel desparrame fue lo que se llamó insurrección cantonal:
un aquelarre colectivo donde se mezclaban federalismo, cantonalismo,
socialismo, anarquismo, anticapitalismo y democracia, en un ambiente tan
violento, caótico y peligroso que hasta los presidentes de gobierno se largaban
al extranjero y enviaban desde allí su dimisión por telegrama.
Todo eran palabras huecas, quimeras y proyectos
irrealizables; haciendo real, otra vez, aquello de que en España nunca se dice
lo que pasa, pero desgraciadamente siempre acaba pasando lo que se dice. Los
diputados ni supieron entender las aspiraciones populares ni satisfacerlas,
porque a la mayor parte le importaban un carajo, y eso acabó cabreando al
pueblo llano, inculto y maltratado, al que otra vez le escamoteaban la libertad
seria y la decencia. Las actas de sesiones de las Cortes de ese período son una
escalofriante relación de demagogia, sinrazón e irresponsabilidad política en
las que mojaban tanto los izquierdistas radicales como los arzobispos más carcas,
pues de todo había en los escaños; y como luego iba a señalar en España
inteligible el filósofo Julián Marías, «allí podía decirse cualquier cosa, con
tal de que no tuviera sentido ni contacto con la realidad».
La parte buena fue que se confirmó la libertad de cultos (lo
que puso a la Iglesia católica hecha una fiera), se empezó a legalizar el
divorcio y se suprimió la pena de muerte, aunque fuera sólo por un rato. Por lo
demás, en aquella España fragmentada e imposible todo eran fronteras interiores,
milicias populares, banderas, demagogia y disparate, sin que nadie aportase
cordura ni, por otra parte, los gobiernos se atreviesen al principio a usar la
fuerza para reprimir nada; porque los espadones militares -con toda la razón
del mundo, vistos sus pésimos antecedentes- estaban mal vistos y además no los
obedecía nadie. Gaspar Núñez de Arce, que era un poeta retórico y cursi de
narices, retrató bien el paisaje en estos relamidos versos: «La honrada
libertad se prostituye / y óyense los aullidos de la hiena / en Alcoy, en
Montilla, en Cartagena».
El de Cartagena, precisamente, fue el cantón insurrecto más
activo y belicoso de todos, situado muy a la izquierda de la izquierda, hasta
el punto de que cuando al fin se decidió meter en cintura aquel desparrame de
taifas, los cartageneros se defendieron como gatos panza arriba, entre otras
cosas porque la suya era una ciudad fortificada y tenía el auxilio de la
escuadra, que se había puesto de su parte. La guerra cantonal se prolongó allí
y en Andalucía durante cierto tiempo, hasta que el gobierno de turno dijo ya os
vale, tíos, y envió a los generales Martínez Campos y Pavía para liquidar el
asunto por las bravas, cosa que hicieron a cañonazo limpio.
Mientras tanto, como las Cortes no servían para una puñetera
mierda, a los diputados -que ya ni iban a las sesiones- les dieron vacaciones
desde septiembre de 1873 a enero de 1874. Y en esa fecha, cuando se reunieron
de nuevo, el general Pavía («Hombre ligero de cascos y de pocas luces»),
respaldado por la derecha conservadora, sus tropas y la Guardia Civil, rodeó el
edificio como un siglo más tarde, el 23-F, lo haría el coronel Tejero -que de
luces tampoco estaba más dotado que Pavía-.
Ante semejante atropello, los
diputados republicanos juraron morir heroicamente antes que traicionar a la
patria; pero tan ejemplar resolución duró hasta que oyeron el primer tiro al
aire.
Entonces todos salieron corriendo, incluso arrojándose por
las ventanas. Y de esa forma infame y grotesca fue como acabó, apenas nacida, nuestra
desgraciada Primera República.
(Continuará)
Arturo Pérez-Revert
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