La primera república española,
aquel ensayo de libertad convertido en disparate en manos de políticos
desvergonzados y pueblo inculto e irresponsable, se había ido al carajo en
1874. La decepción de las capas populares al ver sus esperanzas frustradas, el extremismo
de unos dirigentes y el miedo a la revolución de otros, el desorden social que
puso a toda España patas arriba y alarmó a la gente de poder y dinero, liquidó
de modo grotesco el breve experimento.
Todo eso puso al país a punto de
caramelo para una etapa de letargo social, en la que la peña no quería sino
calma y pocos sobresaltos, sopitas y buen caldo, sin importar el precio en
libertades que hubiera que pagar por ello. Se renunció así a muchas cosas
importantes, y España (de momento con una dictadura post revolucionaria
encomendada al siempre oportunista general Serrano) se instaló en una especie
de limbo idiota, aplazando reformas y ambiciones necesarias. Sin aprender, y
eso fue lo más grave, un pimiento de los terribles síntomas que con las revoluciones
cantonales y los desórdenes republicanos habían quedado patentes.
El mundo cambiaba y los
desposeídos abrían los ojos. Allí donde la instrucción y los libros despertaban
conciencias, la resignación de los parias de la tierra daba paso a la reivindicación
y la lucha. Cinco años antes había aparecido una institución inexistente hasta
entonces: la Asociación Internacional de Trabajadores. Y había españoles en
ella. Como en otros países europeos, una pujante burguesía seguía formándose al
socaire del inevitable progreso económico e industrial; y también, de modo
paralelo, obreros que se pasaban unos a otros libros e ideas iban
organizándose, todavía de modo rudimentario, para mejorar su condición en
fábricas y talleres, aunque el campo aún quedaba lejos. Dicho en plan simple,
dos tendencias de izquierdas se manifestaban ya: el socialismo, que pretendía
lograr sus reivindicaciones sociales por medios pacíficos, y el anarquismo -«Ni
dios, ni patria, ni rey»-, que creía que el pistoletazo y la dinamita eran los
únicos medios eficaces para limpiar la podredumbre de la sociedad burguesa.
Así, la palabra anarquista se
convirtió en sinónimo de lo que hoy llamamos terrorista, y en las siguientes
décadas los anarquistas protagonizaron sonados y sangrientos episodios a base
de mucho bang-bang y mucho pumba-pumba, que ocupaban titulares de periódicos,
alarmaban a los gobiernos y suscitaban una feroz represión policial. Detalle
importante, por cierto, era que el auge burgués e industrial del momento estaba
metiendo mucho dinero en las provincias vascas, Asturias y sobre todo en
Cataluña, donde ciudades como Barcelona, Sabadell, Manresa y Tarrasa, con sus
manufacturas textiles y su proximidad fronteriza con Europa, aumentaban la
riqueza y empezaban a inspirar, como consecuencia, un sentimiento de
prosperidad y superioridad respecto al resto de España; un ambiente que todavía
no era separatista a lo moderno -1714 ya estaba muy lejos- pero sí partidario
de un Estado descentralizado (la ocasión del Estado jacobino y fuerte a la
francesa la habíamos perdido para siempre) y también industrial, capitalista y
burgués, que era lo que en Europa pitaba.
Sentimiento que, en vista del
desparrame patrio, era por otra parte de lo más natural, porque Jesucristo dijo
seamos hermanos, pero no primos. Nacían así, paset a paset, el catalanismo
moderno y sus futuras consecuencias; muy bien pergeñado el paisaje, por cierto,
en unas interesantes y premonitorias palabras del político catalán -hijo de
hisendats, o sea, familia de abolengo y dinero- Prat de la Riba: «Dos Españas:
la periférica, viva, dinámica, progresiva, y la central, burocrática,
adormecida, yerma. La primera es la viva, la segunda la oficial».
Todo eso, tan bien explicado ahí,
ocurría en una España de oportunidades perdidas desde la guerra de la
Independencia, donde los sucesivos gobiernos habían sido incapaces de situar la
palabra nación en el ámbito del progreso común.
Y mientras Gran Bretaña, Francia
o Alemania desarrollaban sus mitos patrióticos en las escuelas, procurando que
los maestros diesen espíritu cívico y solidario a los ciudadanos del futuro, la
indiferencia española hacia el asunto educativo acarrearía con el tiempo
gravísimas consecuencias: un ejército desacreditado, un pueblo desorientado e
indiferente, una educación que seguía estando en buena parte en manos de la
Iglesia Católica, y una gran confusión en torno a la palabra España, cuyo
pasado, presente y futuro secuestraban sin complejos, manipulándolos, toda
clase de trincones y sinvergüenzas.
(Continuará)
Arturo Pérez-Reverte
XLSemanal
No hay comentarios:
Publicar un comentario