Y en ésas estábamos, con el infame Fernando VII y la madre que lo parió,
cuando perdimos casi toda América. Entre nuestra guerra de la Independencia y
1836, España se quedó sin la mayor parte de su imperio colonial americano, a
excepción de Cuba y Puerto Rico.
La cosa había empezado mucho antes, con las torpezas coloniales y la
falta de visión ante el mundo moderno que se avecinaba; y aunque en las Cortes
de Cádiz y la Pepa de 1812 participaron diputados americanos, el divorcio era
inevitable. La ocasión para los patriotas de allí (léase oligarquía criolla
partidaria, con razón, de buscarse ella la vida y que los impuestos a España
los pagara Rita la Cantaora) vino con el desmadre que supuso la guerra en la
Península, que animó a muchos americanos a organizarse por su cuenta, y también
por la torpeza criminal con que el rey Narizotas, a su regreso de Francia,
reprimió toda clase de libertades, incluidas las que allí habían empezado a
tomarse.
Antes de eso hubo un bonito episodio, que fueron las invasiones británicas
del Río de la Plata. Los ingleses, siempre dispuestos a trincar cacho y
establecerse en la América hispana, atacaron dos veces Buenos Aires, en 1806 y
1807; pero allí, entre españoles de España y argentinos locales, les dieron de
hostias hasta en el cielo de la boca: una de esas somantas gloriosas -como la
que se llevó Nelson en Tenerife poco antes- que los británicos, siempre
hipócritas cuando les sale el cochino mal capado, procuran escamotear de los
libros de Historia. Sin embargo, esa golondrina solidaria no hizo verano. En
los años siguientes, aprovechando el caos español, ingleses y norteamericanos
removieron la América hispana, mandando soldados mercenarios, alentando
insurrecciones y sacando tajada comercial.
El desastre que era España en ese momento -desde Trafalgar, ni barcos
suficientes teníamos- lo puso a huevo. Aun así, la resistencia realista frente
a los que luchaban por la independencia fue dura, tenaz y cruel. Y con
caracteres de guerra civil, además; ya que, tres siglos y pico después de
Colón, buena parte de los de uno y otro bando habían nacido en América (en
Ayacucho, por ejemplo, no llegaban a 900 los soldados realistas nacidos en
España). El caso es que a partir de la sublevación de Riego de 1820 en Cádiz ya
no se mandaron más ejércitos españoles al otro lado del Atlántico -los soldados
se negaban a embarcar-, y los virreyes de allí tuvieron que apañarse con lo que
tenían.
Aun así, hasta las batallas de Ayacucho (Perú, 1824) y Tampico (México,
1829) y la renuncia española de 1836 (a los tres años de palmar, por fin,
Fernando VII), la guerra prosiguió con extrema bestialidad a base de batallas,
ejecuciones de prisioneros y represalias de ambos bandos. No fue, desde luego,
una guerra simpática. Ni fácil. Hubo altibajos, derrotas y victorias para unos
y otros. Hasta los realistas, muy a la española, llegaron alguna vez a matarse
entre ellos. Hubo inmenso valor y hubo cobardías y traiciones. Las juntas que
al principio se habían creado para llenar el vacío de poder en España durante la
guerra contra Napoleón se fueron convirtiendo en gobiernos nacionales, pues de
aquel largo combate, aquel ansia de libertad y aquella sangre empezaron a
surgir las nuevas naciones hispanoamericanas.
Fulanos ilustres como el general San Martín, que había luchado contra
los franceses en España, o el gran Simón Bolívar, realizaron proezas bélicas y
asestaron golpes mortales al aparato militar español. El primero cruzó los
Andes y fue decisivo para las independencias de Argentina, Chile y Perú, y
luego cedió sus tropas a Bolívar, que acabó la tarea del Perú, liberó Venezuela
y Nueva Granada, fundó las repúblicas de Bolivia y Colombia, y con el
zambombazo de Ayacucho, que ganó su mariscal Sucre, le dio la puntilla a los
realistas. Bolívar también intentó crear una federación hispanoamericana como
Dios manda, en plan Estados Unidos; pero eso era complicado en una tierra como
aquélla, donde la insolidaridad, la envidia y la mala leche naturales de la
madre patria habían hecho larga escuela.
Como dicen los clásicos, cada
perro prefería lamerse su propio cipote. No hubo unidad, por tanto; pero sí
nuevos países en los que, como suele ocurrir, el pueblo llano, los indios y la
gente desfavorecida se limitaron a cambiar unos amos por otros; con el
resultado de que, en realidad, siguieron puteados por los de siempre. Y salvo
raras excepciones, así continúan: como un hermoso sueño de libertad y justicia
nunca culminado. Con el detalle de que ya no pueden echar la culpa a los
españoles, porque llevan doscientos años gobernándose ellos solos.
ARTURO PÉREZ REVERTE
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