Para
vergüenza de los españoles de su tiempo y del de ahora -porque no sólo se
hereda el dinero, sino también la ignominia-, Fernando VII murió en la cama,
tan campante. Por delante nos dejaba dos tercios de siglo XIX que iban a ser de
indiscutible progreso industrial, económico y político (tendencia natural en
todos los países más o menos avanzados de la Europa de entonces), pero
desastrosos en los hechos y la estabilidad de España, con guerras internas y
desastre colonial como postre.
Un
siglo, aquél, cuyas consecuencias se prolongarían hasta muy avanzado el XX, y
del que la guerra civil del 36 y la dictadura franquista fueron lamentables
consecuencias. Todo empezó con el gobierno de la viuda de Fernando, María
Cristina; que, siendo la heredera Isabelita menor de edad -tenía tres años la
criatura-, se hizo cargo del asunto. Con eso empezó la bronca, porque el
hermano del rey difunto, don Carlos (que sale de jovencito en el retrato de
familia de Goya), reclamaba el trono para él.
Esa
tensión dinástica acabó aglutinando en torno a la reina regente y al
pretendiente despechado las ambiciones de unos y las esperanzas de buen
gobierno o de cambio político y social de otros. La cosa terminó siendo, como
todo en España, asunto habitual de bandos y odios africanos, de nosotros y
ellos, de conmigo o contra mí. Se formaron así los bandos carlista y cristino,
luego isabelino.
Dicho
a lo clásico, conservadores y liberales; aunque esas palabras, pronunciadas a
la española, estuvieran llenas de matices. El bando liberal, sostenido por la
burguesía moderna y por quienes sabían que en la apertura se jugaban el futuro,
estaba lejos de verse unido: eso habría sido romper añejas y entrañables
tradiciones hispanas. Había progres de andar por casa, de objetivos suaves, más
bien de boquilla, próximos al trono de María Cristina y su niña, que acabaron
llamándose moderados; y también los había más serios, incluso revolucionarios
tranquilos o radicales, dispuestos a dejar a España que en pocos años no la
conociera ni la madre que la parió.
Éstos
últimos eran llamados progresistas. En el bando opuesto, como es natural,
militaba la carcundia con solera: la España de trono y altar de toda la vida.
Ahí, en torno a los carlistas, cuyo lema Dios, Patria, Rey -con
Dios, ojo al dato, siempre por delante- acabaría resumiéndolo todo, se
alinearon los elementos más reaccionarios. Por supuesto, a este bando carca se
apuntaron la Iglesia (o buena parte de ella, para la que todo liberalismo y
constitucionalismo seguía oliendo a azufre) y quienes, sobre todo en Navarra,
País Vasco, Cataluña y Aragón, igual les suena a ustedes la cosa, pretendían
mantener a toda costa sus fueros, privilegios locales de origen medieval, y
llevaban dos siglos oponiéndose como gatos panza arriba a toda modernización unitaria
del Estado, pese a que eso era lo que entonces se estilaba en Europa.
Esto
acabó alumbrando las guerras carlistas -de las que hablaremos otro día- y una
sucesión de golpes de mano, algaradas y revoluciones que tuvieron a España en
ascuas durante la minoría de edad de la futura Isabel II, y luego durante su
reinado, que también fue pare echarle de comer aparte. Una de las razones de
este desorden fue que su madre, María Cristina, enfrentada a la amenaza
carlista, tuvo que apoyarse en los políticos liberales.
Y
lo hizo al principio en los más moderados, con lo que los radicales, que
mojaban poco, montaron el cirio pascual. Hubo regateos políticos y gravísimos
disturbios sociales con quema de iglesias y degüello de sacerdotes, y se acabó
pariendo en 1837 una nueva Constitución que, respecto a la Pepa del año 12,
venía sin cafeína y no satisfizo a nadie.
De
todas formas, uno de los puntazos que se marcó el bando progresista fue la
Desamortización de Mendizábal: un jefe de gobierno que, echándole pelotas, hizo
que el Estado se incautara de las propiedades eclesiásticas que no generaban
riqueza para nadie -la Iglesia poseía una tercera parte de las tierras de
España-, las sacara a subasta pública, y la burguesía trabajadora y
emprendedora, que decimos ahora, pudiera adquirirlas para ponerlas en valor y
crear riqueza pública. Al menos, en teoría.
Esto,
claro, sentó a los obispos como una patada bajo la sotana y reforzó la fobia
antiliberal de los más reaccionarios. Ése, más o menos, era el paisaje mientras
los españoles nos metíamos de nuevo, con el habitual entusiasmo, en otra
infame, larga y múltiple guerra civil de la que, tacita a tacita, fueron
emergiendo las figuras que habrían de tener mayor peso político en España en el
siglo y medio siguiente: los espadones. O sea, el ejército y sus
generales.
(Continuará)
ARTURO
PEREZ REVERTE
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