Las guerras carlistas fueron tres, a lo largo del siglo XIX,
y dejaron a España a punto de caramelo para una especie de cuarta guerra
carlista, llevada luego más al extremo y a lo bestia, que sería la de 1936 (y
también para el sucio intento de una quinta, el terrorismo de ETA del siglo XX,
en el que para cierta estúpida clase de vascos y vascas, clero incluido, Santi
Potros, Pakito, Josu Ternera y demás chusma asesina serían generales carlistas
reencarnados).
De todo eso iremos hablando cuando toque, porque de momento
estamos en 1833, empezando la cosa, cuando en torno al pretendiente don Carlos
se agruparon los partidarios del trono y el altar, los contrarios a la
separación Iglesia-Estado, los que estaban hasta el cimbel de que los crujieran
a impuestos y los que, sobre todo en el País Vasco, Navarra, Aragón y Cataluña,
querían recobrar los privilegios forales suprimidos por Felipe V: el norte de
España más o menos hasta Valencia, aunque las ciudades siguieron siendo
liberales.
El movimiento insurreccional arraigó sobre todo en el medio
rural, entre pequeños propietarios arruinados y campesinos analfabetos, fáciles
de llevar al huerto con el concurso del clero local, los curas de pueblo que
cada domingo subían al púlpito para poner a parir a los progres de Madrid:
«Hablad en vasco -decían, y no recuerdo ahora si el testimonio es de Baroja o
de Unamuno-, que el castellano es la lengua de los liberales y del demonio».
Con lo que pueden imaginarse la peña y el panorama. La finura ideológica.
En el otro bando, cerca de la regente Cristina y de su niña
Isabelita, que tantas horas de gloria privada y pública iba a darnos pronto, se
situaban, en general, los políticos progresistas y liberales, los altos mandos
militares, la burguesía urbana y los partidarios de la industrialización, el
progreso social y la modernidad. O sea, el comercio, los sables y el dinero. Y
también -nunca hay que poner todos los huevos en el mismo cesto- algunas altas
jerarquías de la Iglesia católica situadas cerca de los núcleos de poder del
Estado; que aunque de corazón estaban más con los de Dios, Patria y Rey,
tampoco veían con buenos ojos a aquellos humildes párrocos broncos y sin
afeitar: esos curas trabucaires que, sin el menor complejo, se echaban al monte
con boina roja, animaban a fusilar liberales y se pasaban por el prepucio las
mansas exhortaciones pastorales de sus obispos -lo que igual a ustedes les
suena a reciente-.
El caso es que la sublevación carlista, léase (simplificando
la cosa, claro, esto no es más que un artículo de folio y medio) campo contra
ciudad, fueros contra centralismo, tradición frente a modernidad, meapilas
contra liberales y otros etcéteras, acabaría siendo un desparrame sanguinario a
nuestro clásico estilo, donde las dos Españas, unidas en la vieja España de
toda la vida, la de la violencia, la delación, el odio y la represalia infame,
estallaron y ajustaron cuentas sin distinción de bandos en lo que a vileza e
hijoputez se refiere, fusilándose incluso a madres, esposas e hijos de los militares
enemigos; mientras que por arriba, como ocurre siempre, alrededor de don
Carlos, de la regente y la futura Isabel II, unos y otros, generales y
políticos con boina o sin ella, disfrazaban el mismo objetivo: hacerse con el
poder y establecer un despotismo hipócrita que sometiera a los españoles a los
mismos caciques de toda la vida.
A los trincones y mangantes enquistados en nuestro tuétano
desde que el cabo de la Nao era soldado raso. Lo expresaba muy bien Galdós en
uno de sus Episodios Nacionales: «La pobre y asendereada España continuaría su
desabrida historia dedicándose a cambiar de pescuezo, en los diferentes perros,
los mismos dorados collares». En fin.
Como lo de los carlistas fue muy importante en nuestra
historia, el desarrollo de la cosa militar, Zumalacárregui, Cabrera, Espartero
y compañía, lo dejaremos para otro capítulo. De momento recurramos a un
escritor que también trató el asunto, Pío Baroja, que era vasco y cuya simpatía
por los carlistas puede resumirse en dos citas: «El carlista es un animal de
cresta colorada que habita el monte y que de vez en cuando baja al llano al
grito de ¡rediós!, atacando al hombre». Y la otra: «El carlismo se cura
leyendo, y el nacionalismo, viajando». Un tercer aserto vale para ambos bandos:
«Europa acaba en los Pirineos».
Con tales antecedentes, se comprende que en el 36 Baroja
tuviera que refugiarse en Francia, huyendo de los carlistas que querían
agradecerle las citas; aunque, de haber estado en zona republicana, el tiro se
lo habrían pegado los otros. Detalle también muy español: como criticaba por
igual a unos y a otros, era intensamente odiado por unos y por otros.
(Continuará)
Arturo Pérez Reverte
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