Para hacerse idea de lo que fue nuestro siglo XIX y lo poco que los
españoles nos aburrimos en él, basta mirar las cronologías. Si en el siglo
anterior sufrimos a cinco reyes con una forma de gobierno que, mala o buena,
fue una sola, en este otro, sumando reyes, regentes, reinas, novios de la
reina, novios del rey, presidentes de república y generales que pasaban por
allí, incluidas guerras carlistas y coloniales, tuvimos dieciocho formas de
gobierno diferentes, solapadas, mixtas, opuestas combinadas o mediopensionistas.
Ese siglo fue la más desvergonzada cacería por el poder que, aun
conociendo muchas, conoce nuestra historia. Las famosas desamortizaciones, que
en el papel sonaban estupendas, sólo habían servido para que tierras y otros
bienes pasaran de manos eclesiásticas a manos particulares, reforzando el poder
económico de la oligarquía que cortaba el bacalao. Pero los campesinos vivían
en una pobreza mayor, y la industrialización que llegaba a los grandes núcleos
urbanos empezaba a crear masas proletarias, obreros mal pagados y hambrientos
que rumiaban un justificado rencor.
Mientras, en Madrid, no tan infame como su padre Fernando VII -eso era
imposible, incluso en España-, pero heredera de la duplicidad y la lujuria de
aquel enorme hijo de puta, la reina Isabel II, Isabelita para los amigos y los
amantes militares o civiles que desfilaban por la alcoba real, seguía
cubriéndonos de gloria. La cosa había empezado mal en el matrimonio con su
primo Francisco de Asís de Borbón; que no es ya que fuera homosexual normal, de
infantería, sino que era maricón de concurso, con garaje y piscina, hasta el
punto de que la noche de bodas llevaba más encajes y puntillas que la propia
reina.
Eso no habría importado en otra coyuntura, pues cada cual es dueño de
llevar las puntillas que le salgan del cimbel; pero en caso de un matrimonio
regio, y en aquella España desventurada e incierta, el asunto trajo mucha cola
(no sé si captan ustedes el chiste malo). De una parte, porque el rey Paquito
tenía su camarilla, sus amigos, sus enchufados y sus conspiraciones, y eso
desprestigiaba más a la monarquía. De la otra, porque los matrimonios reales
están, sobre todo, para asegurar herederos que justifiquen la continuidad del
tinglado, el palacio, el sueldo regio y tal. Y de postre, porque Isabelita -que
no era una lánguida Sissí emperatriz, sino todo lo contrario- nos salió muy
aficionada a los intercambios carnales, y acabó, o más bien empezó pronto,
buscándose la vida con mozos de buena planta; hasta el punto de que de los once
hijos que parió -y le vivieron seis- casi nunca tuvo dos seguidos del mismo
padre. Que ya es currárselo.
Lo que, detalle simpático, valió a nuestra reina esta elegante
definición del papa Pio Nono: «Es puta, pero piadosa». Entre esos padres
diversos se contaron, así por encima, gente de palacio, varios militares -a la
reina la ponían mucho los generales-, y un secretario particular. Por cierto, y
como detalle técnico de importancia decisiva más adelante, apuntaremos que el
futuro Alfonso XII (el de dónde vas triste de ti y el resto de la copla) era
hijo de un guapísimo ingeniero militar llamado Enrique Puig Moltó. En lo
político, mientras tanto, los reyes de aquellos tiempos no eran como los de
ahora: mojaban en todas las salsas, poniendo y quitando gobiernos.
En eso Isabel II se enfangó hasta el real pescuezo, unas veces por
necesidades de la coyuntura política y otras por caprichos personales, pues la
chica era de aquella manera. Y para complicar el descojono estaban los
militares salidos de las guerras carlistas -los héroes de los que Larra
aconsejaba desconfiar-, que durante todo el período isabelino se hicieron sitio
con pronunciamientos, insubordinaciones y chulería. La primera guerra carlista,
por cierto, había acabado de manera insólita en España: fue la única de
nuestras contiendas civiles en la que oficialmente no hubo vencedores ni
vencidos, pues tras el Abrazo de Vergara los oficiales carlistas se integraron
en las fuerzas armadas nacionales conservando sueldos y empleos, en un acto de
respeto entre antiguos enemigos y de reconciliación inteligente y ejemplar que,
por desgracia, no repetiríamos hasta 1976 (y que en 2015 parecemos obstinados
en reventar de nuevo).
De todas formas, el virus del ruido de sables ya estaba allí. Los
generales protagonistas empezaron a participar activamente en política, y entre
ellos destacaron tres, Espartero, O'Donnell y Narváez -todos con nombres de
calles de Madrid-, de los que hablaremos en el siguiente capítulo de nuestra
siempre apasionante y lamentable historia.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
XL SEMANAL
No hay comentarios:
Publicar un comentario