En los últimos años del reinado de Isabel II, la degradación
de la vida política y moral de España convirtió la monarquía constitucional en
una ficción grotesca. El poder financiero acumulaba impunemente especulación,
quiebras y estafas. Los ayuntamientos seguían en manos de jefes políticos
corruptos y la libertad de prensa era imposible. Los gobiernos se pasaban por
la bisectriz las garantías constitucionales, y la peña era traicionada a cada
paso, «pueblo halagado cuando se le incita a la pelea y olvidado después de la
victoria», como dijo, ampuloso e hipócrita, uno de aquellos mismos políticos
que traicionaban al pueblo y hasta a la madre que los parió. La gentuza
instalada en las Cortes, fajada en luchas feroces por el poder, se había
convertido en forajidos políticos.
Entre 1836 y 1868 se prolongó la farsa colectiva, aquel
engaño electoral basado en unas masas míseras, de una parte, y de la otra unos
espadones conchabados con políticos y banqueros, vanidosos como pavos reales,
que falseaban la palabra democracia y que, instalados en las provincias como
capitanes generales, respaldaban con las bayonetas el poder establecido, o se
sublevaban contra él según su gusto, talante y ambiciones. Nadie escuchaba la
voz creciente del pueblo, y a éste sólo se le daba palos y demagogia, cuerdas
de presos y fusilamientos. Los hijos de los desgraciados iban a la guerra,
cuando había una, pero los ricos podían ahorrarle el servicio a sus criaturas
pagando para que fuera un pobre.
Y las absurdas campañas exteriores en que anduvo España en
aquel período (invasión de Marruecos, guerra del Pacífico, intervención en
México, Conchinchina e Italia para ayudar al papa) eran, en su mayor parte, más
para llevar el botijo a las grandes potencias que por interés propio. Desde la
pérdida de casi toda América, España era un segundón en la mesa de los fuertes.
Los éxitos del prestigioso general Prim -catalán que llevó consigo tropas
catalanas- en el norte de África y el inútil heroísmo de nuestra escuadra del
Pacífico fueron jaleados como hazañas bélico-patrióticas, glosadas hasta
hacerle a uno echar la pota por la prensa sobornada por quienes mandaban,
confirmando que el patriotismo radical es el refugio de los sinvergüenzas.
Pero por debajo de toda aquella basura monárquica, política,
financiera y castrense, algo estaba cambiando. Convencidos de que las urnas
electorales no sirven de nada a un pueblo analfabeto, y de que el acceso de las
masas a la cultura es el único camino para el cambio -ya se hablaba de
república como alternativa a la monarquía-, algunos heroicos hombres y mujeres
se empeñaron en crear mecanismos de educación popular. Escritura, lectura,
ciencias aplicadas a las artes y la industria, emancipación de la mujer,
empezaron a ser enseñados a obreros y campesinos en centros casi clandestinos.
Ayudaron a eso el teatro, muy importante cuando aún no
existían la radio ni la tele, y la gran difusión que la letra impresa, el
libro, alcanzó por esa época, con novelas y publicaciones de todas clases, que
a veces lograban torear a la censura. Se pusieron de moda los folletines por
entregas publicados en periódicos, y la burguesía y el pueblo bajo que accedía
a la lectura los acogieron con entusiasmo. De ese modo fue asentándose lo que
el historiador Josep Fontana describe como «una cultura basada en la crítica de
la sociedad existente, con una fuerte carga de antimilitarismo y
anticlericalismo».
Y así, junto a los
pronunciamientos militares hubo también estallidos revolucionarios serios, como
el de 1854, resuelto con metralla, el de San Gil, zanjado con fusilamientos -el
pueblo se quedó solo luchando, como solía-, y creciente conflictividad obrera,
como la primera huelga general de nuestra historia, que se extendió por
Cataluña ondeando banderas rojas con el lema Pan y trabajo, en anuncio de la
que iba a caer. Las represiones en el campo y la ciudad fueron brutales; y eso,
unido a la injusticia secular que España arrastraba, echó al monte a muchos
infelices que se convirtieron en bandoleros a lo Curro Jiménez, pero menos
guapos y sin música.
Toda aquella agitación preocupaba al poder establecido, y
dio lugar a la creación de la Guardia Civil: policía militar nacida para cuidar
de la seguridad en el medio rural, pero que muchas veces fue utilizada como
fuerza represiva. La monarquía se estaba cayendo en pedazos; y las fuerzas
políticas, conscientes de que sólo un cambio evitaría que se les fuera el
negocio al carajo, empezaron a aliarse para modificar la fachada, a fin de que
detrás nada cambiase. Isabel II sobraba, y la palabra revolución empezó a
pronunciarse en serio. Que ya era hora.
[Continuará]
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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