El reinado de Isabel II fue un
continuo sobresalto: un putiferio de dinero sucio y ruido de sables. Un
disparate llevado a medias entre una reina casi analfabeta, caprichosa y
aficionada a los sementales de palacio, unos generales ambiciosos y
levantiscos, y unos políticos corruptos que, aunque a menudo se odiaban entre
sí, generales incluidos, podían ponerse de acuerdo durante opíparas comidas en
Lhardy para repartirse el negocio. Entre bomberos, decían, no vamos a pisarnos
la manguera.
Eso fue lo que más o menos ocurrió con un
invento que aquellos pájaros se montaron, tras mucha ida y venida,
pronunciamientos militares y revolucioncitas parciales (ninguna de verdad, con
guillotina o Ekaterinburgo para los golfos, como Dios manda), dos espadones
llamados Narváez y O'Donnell, con el acuerdo de un tercero llamado Espartero,
para inventarse dos partidos, liberal y moderado, que se fueran alternando en
el poder; y así todos disfrutaron, por turnos, más a gusto que un arbusto.
Llegaba uno, despedía a los funcionarios que había puesto el otro -cesantes,
era la palabra- y ponía a sus parientes, amigos y compadres. Al siguiente turno
llegaba el otro, despedía a los de antes y volvían los suyos. Etcétera.
Así, tan ricamente, con vaselina,
aquella pandilla de sinvergüenzas se fue repartiendo España durante cierto
tiempo, incluidos jefes de gobierno sobornados por banqueros extranjeros, y
farsas electorales con votos comprados y garrotazo al que no. De vez en cuando,
los que no mojaban suficiente, e incluso gente honrada, que -aunque menos-
siempre hubo, cantaban espadas o bastos con revueltas, pronunciamientos y cosas
así, que se zanjaban con represión, destierros al norte de África, Canarias o
Filipinas -todavía quedaban colonias-, cuerdas de presos y otros bonitos
sucesos (todo eso lo contaron muy bien Galdós, en sus Episodios Nacionales, y
Valle Inclán, en su serie El ruedo ibérico; así que si los leen me ahorran
entrar en detalles).
Mientras tanto, con aquello de
que Europa iba hacia el progreso y España, pintoresco apéndice de esa Europa,
no podía quedarse atrás, lo cierto es que la economía en general, por lo menos
la de quienes mandaban y trincaban, fue muy a mejor por esos años. La
oligarquía catalana se forró el riñón de oro con la industria textil; y en
cuanto a sublevaciones e incidentes, cuando había agitación social en Barcelona
la bombardeaban un poco y hasta luego, Lucas, para gran alivio de la alta
burguesía local -en ese momento, ser español era buen negocio-, que todavía no
tenía cuentas en Andorra y Liechtenstein y, claro, se ponía nerviosa con los
sudorosos obreros (Espartero disparó sobre la ciudad 1.000 bombas; pero Prim,
que era catalán, 5.000).
Por su parte, los vascos
-entonces se llamaba aquello Provincias Vascongadas-, salvo los conatos
carlistas, estaban tranquilos; y como aún no deliraba el imbécil de Sabino Arana
con su murga de vascos buenos y españoles malvados, y la industrialización,
sobre todo metalúrgica, daba trabajo y riqueza, a nadie se le ocurría hablar de
independencia ni pegarles tiros en la nuca a españolistas, guardias civiles y
demás txakurras. Quiero decir, resumiendo, que la burguesía y la oligarquía
vasca y catalana, igual que las de Murcia o de Cuenca, estaban integradas en la
parte rentable de aquella España que, aunque renqueante, iba hacia la
modernidad. Surgían ferrocarriles, minas y bancos, la clase alta terrateniente,
financiera y especuladora cortaba el bacalao, la burguesía creciente daba el
punto a las clases medias, y por debajo de todo -ése era el punto negro de la
cosa-, las masas obreras y campesinas analfabetas, explotadas y manipuladas por
los patronos y los caciques locales, iban quedándose fuera de toda aquella
desigual fiesta nacional, descolgadas del futuro, entregando para guerras
coloniales a los hijos que necesitaban para arar el campo o llevar un pobre
sueldo a casa.
Eso generaba una intensa mala
leche que, frenada por la represión policial y los jueces corruptos, era
aprovechada por los políticos para hacer demagogia y jugar sus cochinas cartas
sin importarles que se acumularan asuntos no resueltos, injusticias y negros nubarrones.
Como ejemplo de elocuencia frívola y casi criminal, valga esta cita de aquel
periodista y ministro de Gobernación que se llamó Luis González Brabo, notorio
chaquetero político, represor de libertades, enterrador de la monarquía y
carlista in artículo mortis: «La lucha pequeña y de policía me fastidia. Venga
algo gordo que haga latir la bilis.
Entonces tiraremos resueltamente
del puñal y nos agarraremos de cerca y a muerte». Eso lo dijo en un discurso,
sin despeinarse. Tal cual. El muy cabrón irresponsable.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
XL Semanal
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