Visto en general, y en eso suelen coincidir los historiadores, el
franquismo tuvo tres etapas: dura, media y blanda. Algo así como el queso
curado, semicurado y de Burgos, más o menos. Conviene aquí repetir, para
entendernos mejor, que aquel largo statu quo postquam –o como se diga– de
cuatro décadas no fue, pese a las apariencias, un gobierno militar ni una
dictadura de ideología fascista; entre otras cosas porque Franco no tuvo otra
ideología que perpetuarse en un gobierno personal y autoritario, anticomunista
y católico a machamartillo; y al servicio de todo eso, o sea, de él mismo, puso
a España marcando el paso.
Naturalmente, el hábil gallego nunca habría podido sostenerse de no
gozar de amplias y fuertes complicidades. De una parte estaban las clases
dominantes de toda la vida: grandes terratenientes, alta burguesía industrial y
financiera (incluidas las familias que siempre cortaron el bacalao en el País Vasco
y Cataluña), que veían en el nuevo régimen una garantía para conservar lo que
años de turbulencia política y sindical, de república y de guerra, les habían
arrebatado o puesto en peligro.
A eso había que añadir una casta militar y funcionarial surgida de la
victoria, a la que estar en el bando vencedor hizo dueña de los resortes
sociales intermedios y aseguró la vida. Paralela a esta última surgió otra
clase más turbia, o más bien emergió de nuevo, siempre la misma (esa
podredumbre eterna, tan vinculada a la puerca condición humana, que nunca
desaparece pues se limita a transformarse, adaptándose hábilmente a cada
momento).
Me refiero a los sinvergüenzas capaces de medrar en cualquier
circunstancia, con rojos, blancos o azules, aprovechándose del dolor, la
desgracia o la miseria de sus semejantes: una nutrida plaga de estraperlistas,
especuladores, explotadores y gentuza sin escrúpulos a la que nadie fusila
nunca, porque suele ser ella quien está detrás, inextinguible, comprando
favores y señalando entre la gente honrada a quien fusilar, real o
metafóricamente hablando.
Y al final de todo, en la parte baja de la pirámide, sosteniendo sobre
sus hombros a grandes empresarios y financieros, funcionarios con poder,
estraperlistas y militares, estaba la gran masa de los españoles, vencedores o
vencidos, destrozados por tres años de barbarie y matanza, ansiosos todos ellos
por vivir y olvidar –pocas ideas de libertad sobreviven a la necesidad de comer
caliente–, pagando con la sumisión y el miedo el precio de la derrota, los
vencidos, y con el olvido y el silencio los que se habían batido el cobre en el
bando de los vencedores. Devueltos éstos últimos, sin beneficio ninguno, a sus
sueldos de miseria, a sus talleres y fábricas, a la azada de campesino o el
cayado de pastor; mientras quienes no habían visto una trinchera y un máuser ni
de lejos se paseaban ahora entre Pasapoga y Chicote, fumándose un puro,
llevando del brazo a la señora –o a la amante– con abrigo de visón.
Todo ese tinglado, claro, se apoyaba en un sistema que el Caudillo,
para entonces ya también Generalísimo, situó desde el principio y con muy hábil
cálculo sobre tres pilares fundamentales: un Ejército fiel y privilegiado tras
la guerra, una estructura de Estado confiada a la Falange como partido único, y
un control social encomendado a la Iglesia católica. El Ejército, encargado de
borrar mediante consejos de guerra todo liberalismo, republicanismo,
socialismo, anarquismo o comunismo, «apenas hubiera podido resistir una
agresión exterior en toda regla, pero cumplió hasta el final con el cometido de
mantener el orden interno», como apunta el historiador Fernando Hernández
Sánchez.
En cuanto a la Falange, purgada con mano implacable de elementos
díscolos –que fueron perseguidos, represaliados y encarcelados–, era a esas
alturas una organización dócil y fiel a los principios del Movimiento, léase a
la persona del Generalísimo, que en las monedas se acuñaba «Caudillo de España
por la gracia de Dios». Así que a sus dirigentes y capitostes, a cambio de prebendas
que iban desde cargos oficiales hasta chollos menores pero seguros –un estanco
o un puesto de lotería–, se encomendó el control y funcionamiento de la
Administración.
Con lo que todo español tuvo que sacarse, le gustara o no, un carnet de
Falange si quería trabajar, comer y vivir. Y también, naturalmente, además de
saberse el Cara al sol de carrerilla, debía demostrar en público que era
sincero practicante de la religión católica, única verdadera, tercer pilar
donde Franco apoyaba su negocio.
Pero de la Iglesia hablaremos con más desahogo en el siguiente episodio
de esta siempre –casi siempre– lamentable historia de España, la de los tristes
destinos.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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