Nacionalcatolicismo, es la palabra. Lo que define el ambiente. La
piedra angular de Pedro fue el otro pilar, Ejército y Falange aparte, sobre el
que Franco edificó el negocio. La Iglesia Católica había pagado un precio muy
alto durante la República y la guerra civil, con iglesias incendiadas y
centenares de sacerdotes y religiosos asesinados sin otro motivo que serlo; y
su apoyo (excepto del de algunos curas vascos o catalanes, que fueron
reprimidos, encarcelados y hasta fusilados discretamente, en algunos casos)
había sido decisivo en lo que el bando nacional llamó cruzada antimarxista.
Así que era momento de compensar las cosas, confiando a la única y
verdadera religión la labor de pastorear a las descarriadas ovejas. Se
abolieron el divorcio y el matrimonio civil, se penalizó duramente el aborto y
se ordenó la estricta separación de sexos en las escuelas. Sociedad, moral,
costumbres, espectáculos, educación escolar, todo fue puesto bajo el ojo
vigilante del clero, que en los primeros tiempos –esas fotos da vergüenza verlas– incluía a los obispos saludando al
Caudillo, brazo en alto, a la puerta de las iglesias.
Hubo, justo es
reconocerlo, prelados y sacerdotes que no tragaron del todo; pero la tendencia
general fue de sumisión y aplauso al régimen a cambio de control escolar y
social, privilegios ciudadanos, apoyo a los seminarios –el hambre y el ambiente
suscitaron numerosas vocaciones–, misiones evangelizadoras, sostén económico y
exenciones tributarias. Que no era grano de anís, y en la práctica un sacerdote
mandaba más que un general (como dice mi compadre Juan Eslava Galán, «ser cura
era la hostia»).
Además, las organizaciones católicas seglares, tipo Acción Católica,
Hijos de María y cosas así, constituían un cauce conveniente para que se
desarrollara, bajo el debido control eclesiástico y político, una cierta
participación en asuntos públicos; o sea, una especie de válvula de escape para
quienes no podían expresar sus inquietudes sociales mediante la actividad
política o sindical tradicionales, abolidas desde el fin de la guerra. El
resultado de todo ese rociamiento general con agua bendita fue que la Iglesia
Católica se envalentonó hasta extremos inauditos: duras pastorales contra los
bailes agarrados, que eran invento del demonio, contra los trajes de baño y
contra todo aquello que pudiera albergar o despertar pecaminosas intenciones.
La obsesión por la vestimenta se tornó enfermiza, la censura se volvió
omnipresente, lo del cine para mayores con reparos ya fue de traca, y los
textos eclesiásticos de la época, con sus recomendaciones y prohibiciones
morales, conforman todavía hoy una grotesca literatura donde la estupidez, el
fanatismo y la perversión de mentes enfermas de hipocresía y vileza llegó a
extremos nunca vistos desde hacía siglos: «El baile atenta contra la Patria,
que no puede ser grande y fuerte con una generación afeminada y corrompida»,
afirmaba, por ejemplo, el obispo de Ibiza; mientras el arzobispo de Sevilla
remataba la faena calificando lo de agarrarse con música como «tortura de confesores
y feria predilecta de Satanás».
Naturalmente, la gran culpable de todo era la mujer, engendro del
demonio, y a mantenerla en el camino de la castidad y la decencia, apartándola
del tumulto de la vida para convertirla en ejemplar esposa y madre, se encaminaron
los esfuerzos de la Iglesia y el régimen que la amparaba. Era necesario, según
el Fuero del Trabajo, «liberar a la mujer casada del taller y de la fábrica».
Ella, la mujer, era el eje incontestable de la familia cristiana; así que, para
devolverla al hogar del que nunca debía haber salido, se anularon las leyes de
emancipación de la República, destruyendo todos los derechos civiles, políticos
y laborales que la habían liberado de la sumisión al hombre. La independencia
de la mujer, su derecho sobre el propio cuerpo, el aborto, la sexualidad en
cualquiera de sus manifestaciones, se convirtieron en pecado.
Y el pecado se convirtió en delito, literalmente, vía Código Penal.
Había multas y encarcelamientos por «conductas morales inadecuadas»; y a eso hay
que añadir, claro, la infame naturaleza de la condición humana, siempre
dispuesta a señalar con el dedo, marginar y denunciar –esos piadosos vecinos de
entonces, de ahora y de siempre– a las mujeres marcadas por el oprobio y el
escándalo (las que, para entendernos, no se ponían el hiyab de entonces,
metafóricamente hablando).
Por no mencionar, claro, la sexualidad alternativa o diferente. Nunca,
desde hacía dos o tres siglos, se había perseguido a los homosexuales como se
hizo durante aquellos tiempos oscuros del primer franquismo, y aún duró un buen
rato.
Nunca la palabra maricón se había pronunciado con tanto desprecio y con
tanta saña.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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