Los últimos años de la dictadura franquista fueron duros en varios
aspectos, entre otras cosas porque, represión política aparte, tuvieron de
fondo una crisis económica causada por la guerra árabe-israelí de 1973 y la
subida de los precios del petróleo, que nos dejó a todos tiesos como la mojama.
Por otro lado, las tensiones radicalizaban posturas. Había contestación social,
una oposición interior y exterior que ya no podía conformarse con la mezquina
apertura que iba ofreciendo el régimen, y un aparato franquista que se negaba a
evolucionar hacia fórmulas ni siquiera razonables.
Los separatismos vasco y catalán, secular fuente de conflicto hispano,
volvían a levantar cabeza tras haber sido implacablemente machacados por el
régimen, aunque cada uno a su manera.
Con más habilidad táctica, los catalanes –la histórica ERC y sobre todo la
nueva CDC de Jordi Pujol– lo planteaban con realismo político, conscientes de
lo posible y lo imposible en ese momento; mientras que, en el País Vasco, el
independentista aunque prudente y conservador PNV se vio rebasado a la
izquierda por ETA: el movimiento radical vasco que, alentado por cierto
estólido sector de la iglesia local (esa nostalgia del carlismo, nunca
extinguida entre curas norteños y trabucaires), había empezado a asesinar
policías y guardias civiles desde mediados de los 60, y poquito a poco, sin
complejos, le iba cogiendo el gusto al tiro en la nuca. Aunque ETA no era la
única que mataba.
De los nuevos partidos de extrema izquierda, donde se situaban los
jóvenes estudiantes y obreros más politizados, algunos, como el FRAP y el
GRAPO, derivaron también hacia el terrorismo con secuestros, extorsiones y
asesinatos, haciendo entre unos y otros subir la clásica espiral
acción-represión. En cuanto a las más pacíficas formaciones de izquierda
clásica, PCE –que había librado casi en solitario la verdadera lucha
antifranquista– y PSOE –irrelevante hasta el congreso de Suresnes–, habían
pasado de actuar desde el extranjero a consolidarse con fuerza en el interior,
aún clandestinos pero ya pujantes; en especial los comunistas, que bajo la
dirección del veterano Santiago Carrillo (astuto superviviente de la Guerra
Civil, de todos los ajustes de cuentas internos y de todas las purgas
stalinianas), mostraban un rostro más civilizado al adaptarse a la tendencia de
moda entre los comunistas europeos, el eurocomunismo, consistente en romper
lazos con Moscú, renunciar a la revolución violenta y aceptar moverse en el
juego democrático convencional.
Todo ese espectro político, por supuesto, era por completo ilegal, como
lo era también la UMD, una unión militar democrática creada por casi un
centenar de oficiales del Ejército que miraban de reojo la Revolución de los
Claveles portuguesa, aunque en España los úmedos –así los llamaban– fueron muy
reprimidos y no llegaron a cuajar.
Había también un grupito de partidos minoritarios moderados, con mucha
variedad ideológica, que iban desde lo liberal a la democracia cristiana,
liderados por fulanos de cierto prestigio: en su mayor parte gente del régimen,
consciente de que el negocio se acababa y era necesario situarse ante lo que
venía. Incluso la Iglesia católica, siempre atenta al curso práctico de la
vida, ponía una vela al pasado y otra al futuro a través de obispos progres que
le cantaban incómodas verdades al Régimen.
Y todos ellos, o sea, ese conjunto variado que iba desde asesinos sin
escrúpulos hasta tímidos aperturistas, desde oportunistas reciclados hasta
auténticos luchadores por la libertad, constituía ya, a principios de los años
70, un formidable frente que no estaba coordinado entre sí, pero dejaba claro
que el franquismo se iba al carajo; mientras el franquismo, en vez de asumir lo
evidente, se enrocaba en más represión y violencia. Para el Búnker, cada paso
liberalizador era una traición a la patria.
Los universitarios corrían ante los grises, se ejecutaban sentencias de
muerte, y grupos terroristas de extrema derecha –Guerrilleros de Cristo Rey y
otros animales–, actuando impunes bajo el paraguas del ejército y la policía,
se encargaban de una violenta represión paramilitar con palizas y asesinatos.
Pero Franco, ya abuelo total, estaba para echarlo a los tigres, y la presión de
los ultras reclamaba una mano dura que conservara su estilo.
De manera que en 1973, conservando para sí la jefatura del Estado, el
decrépito Caudillo puso el gobierno en manos de su hombre de confianza, el
almirante Carrero Blanco, niño bonito de las fuerzas ultras. Pero a Carrero,
ETA le puso una bomba. Pumba. Angelitos al cielo.
Y el franquismo se encontró
agonizante, descompuesto y sin novio.
[Continuará].
Arturo Pérez Reverte
XLSemanal
No hay comentarios:
Publicar un comentario