Todo se acaba en la vida, y al franquismo acabó por salirle
el número. Asesinado el almirante Carrero Blanco, que era la garantía de
continuidad del régimen, con Franco enfermo, octogenario y camino de Triana, y
con las fuerzas democráticas cada vez más organizadas y presionando, la cosa
parecía clara. El franquismo estaba rumbo al desguace, pero no liquidado, pues
se defendía como gato panza arriba.
Don Juan Carlos de Borbón, por entonces todavía un apuesto
jovenzuelo, había sido designado sucesor a título de rey, y el Búnker y los
militares lo vigilaban de cerca. Sin embargo, los más listos las veían venir.
Entre los veteranos y paniaguados del régimen, no pocos andaban queriendo
situarse de cara al futuro pero manteniendo los privilegios del pasado. Como
suele ocurrir, avispados franquistas y falangistas, viendo de pronto la luz,
renegaban sin complejos de su propia biografía, proclamándose demócratas de
toda la vida, mientras otros se atrincheraban en su resistencia numantina a
cualquier cambio. La represión policial se intensificó, junto con el cierre de
revistas y la actuación de la más burda censura.
1975 fue un annus horribilis: violencia, miedo y oprobio. La
crisis del Sáhara Occidental (que acabó siendo abandonado de mala y muy
vergonzosa manera) aún complicó más las cosas: terrorismo por un lado, presión
democrática por otro, reacción conservadora, brutalidad ultraderechista,
militares nerviosos y amenazantes, rumores de golpe de Estado, ejecución de
cinco antifranquistas. El panorama estaba revuelto de narices, y el tinglado de
la antigua farsa ya no aguantaba ni fin el Caudillo a los cielos, o a donde le
tocara ir.
Sus funerales, sin embargo, demostraron algo que hoy se
pretende olvidar: muchos miles de españoles desfilaron ante la capilla ardiente
o siguieron por la tele los funerales con lágrimas en los ojos, que no siempre
eran de felicidad. Demostrando, con eso, que si Franco estuvo cuatro décadas
bajo palio no fue sólo por tener un ejército en propiedad y cebar cementerios,
sino porque un sector de la sociedad española, aunque cambiante con los años,
compartió todos o parte de sus puntos de vista.
Y es que en la España de hoy, tan desmemoriada para esa como
para otras cosas, cuando miramos atrás resulta –hay que joderse– que todo el
mundo era heroicamente antifranquista; aunque, con 40 años de régimen entre
pecho y espalda y el dictador muerto en la cama, no salen las cuentas (como
dijo aquel fulano a la locomotora de tren que soltó vapor al llegar a la
estación de Atocha: «Esos humos, en Despeñaperros»). El caso, volviendo a 1975,
es que se fue el caimán. O sea, murió Franco, Juan Carlos fue proclamado rey
jurando mantener intacto el chiringuito, y ahí fue donde al franquismo más
rancio le fallaron los cálculos, porque –afortunadamente para España– el chico
salió un poquito perjuro.
Había sido bien
educado, con preceptores que eran gente formada e inteligente, y que aún se
mantenían cerca de él. A esas excelentes influencias se debieron los buenos
consejos. Había que elegir entre perpetuar el franquismo –tarea imposible– con
un absurdo barniz de modernidad cosmética que ya no podía engañar a nadie, o
asumir la realidad. Y ésta era que las fuerzas democráticas apretaban fuerte en
todos los terrenos y que los españoles pedían libertad a gritos.
Aquello ya no se controlaba al viejo estilo de cárcel y
paredón. La oposición moderada exigía reformas; y la izquierda, que coordinaba
esfuerzos de modo organizado y más o menos eficaz, exigía ruptura. Ignoro, en
verdad, lo inteligente que podía ser don Juan Carlos; pero sus consejeros no
tenían un pelo de tontos. Era gente con visión y talla política. En su opinión,
en un país con secular tradición de casa de putas como España (en realidad no
era su opinión, sino la mía), especialista en destrozarse a sí mismo y con
todas las ambiciones políticas de nuevo a punto de nieve, sólo la monarquía
juancarlista tenía autoridad y legitimidad suficientes para dirigir un proceso
de democratización que no liara otro desparrame nacional.
Y entonces se embarcaron, entre 1976 y 1978, en una aventura
fantástica, caso único entre todas las transiciones de regímenes totalitarios a
demócratas en la Historia. Nunca antes se había hecho. De ese modo, aquel rey
todavía inseguro y aquellos consejeros inteligentes obraron el milagro de
reformar, desde dentro, lo que parecía irreformable. Iba a ser, nada menos, el
suicidio de un régimen y el nacimiento de la libertad. Y el mundo asistió,
asombrado, a sucesos que de nuevo hicieron admirable a España.
[Continuará].
Arturo Pérez-Reverte
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